Rupturas y continuidades en el urbanismo contemporáneo. Los paradigmas urbanísticos en las taxonomías de Françoise Choay, François Ascher y Javier Monclús


Universidad de Buenos Aires
Facultad de Arquitectura, Diseño y Urbanismo
Secretaría de Investigaciones
Programa Urbanismo y Ciudad

Resumen

El debate sobre las respuestas dadas por el urbanismo a las problemáticas urbano-ambientales durante los últimos 30 años se encuentra polarizado entre interpretaciones rupturistas y continuistas. Las primeras explican las soluciones planteadas desde la lógica de la globalización y los cambios socioeconómicos y tecnológicos asociados a ella; las segundas las inscriben dentro de tradiciones que rigieron la cultura urbanística del siglo XX y fueron recuperadas en el presente. Dentro de este marco, nos proponemos revisar los principales paradigmas urbanísticos que sostienen el urbanismo contemporáneo, a partir del sistema taxonómico de Françoise Choay y de su complementación por François Ascher y Javier Monclús.

Palabras clave
Paradigma, Urbanismo, Françoise Choay

Recibido
11 de febrero 2021
Aceptado
10 de setiembre de 2021

Introducción

La construcción de modelos o tipos ideales de ciudades antecede al reconocimiento del urbanismo como disciplina científica. Históricamente, constituye una práctica que ha permitido aumentar las bases teóricas para el progreso de este campo de estudios y, a la vez, es el resultado lógico de la acumulación de conocimientos sobre la ciudad. En sí mismos, los modelos o paradigmas urbanísticos representan figuras empleadas para dar cuenta de la asociación entre determinadas ideas (en el sentido de temas-problema y soluciones para resolverlos), configuraciones espaciales y estructuras sociales, y encarnan referentes desde donde a menudo se observan y analizan las determinaciones de planes y proyectos (Novick, 2012).

En el clásico trabajo La estructura de las revoluciones científicas, Thomas Kuhn (1971) usa la idea de paradigma como signo de evolución y maduración de una comunidad científica. Sostiene que “los paradigmas son la fuente de los métodos, problemas y normas de resolución aceptados por cualquier comunidad científica madura, en cualquier momento dado” (p. 165), y que un cambio en el paradigma o la recepción de uno nuevo significa una modificación de la estructura que percibimos en el mundo, comportando, en general, a una necesaria redefinición de la ciencia correspondiente. El paradigma constituye, en este sentido, el marco filosófico y teórico dentro del cual una comunidad profesional puede formular soluciones a nuevos problemas o a problemas previamente considerados como insolubles.

Edgar Morin (1977), por su parte, propone que los paradigmas pueden definirse como principios organizadores del pensamiento que sistematizan “las relaciones fundamentales de exclusión y/o de asociación entre conceptos primarios, es decir, las alternativas y asociaciones preliminares […] que controlan y orientan todo saber, todo pensamiento y, por ello, toda acción” (p. 430); o sea, principios que regulan las posibles operaciones entre determinadas creencias o conceptos: “operaciones de unión (conjunción, inclusión, implicación) y de separación (diferenciación, oposición, selección, exclusión)” (Morin, 1999, p. 26). Pero si bien los paradigmas organizan sistemas de creencias científicas heterogéneas (marcos epistémicos) y constituyen la pauta que los conecta, no por ello deben identificarse o ser confundidos con teorías o corpus de conocimiento específicos, pues diversos conjuntos de creencias pueden ser organizados o leerse en virtud de un mismo paradigma (Rodríguez Zoya, 2016).

De acuerdo con Javier Monclús (2011), entendemos que, si bien muchas de las intervenciones urbanas de las últimas décadas tienden a verse como fragmentos de una ciudad global genérica, vistas desde una perspectiva histórica y comparada, se inscriben dentro de tres paradigmas que han permanecido en el tiempo y cuyos modelos y referentes teóricos continúan vigentes en la producción de la ciudad: el paradigma morfológico, el paradigma tecnológico y el paradigma ambientalista.

El presente artículo se organiza en tres apartados. En el primero, revisamos los modelos urbanísticos reconocidos por Françoise Choay; en el segundo y tercero, su complementación por parte de François Ascher y Javier Monclús, respectivamente. Finalmente, sumamos unas notas conclusivas.

Françoise Choay: los modelos progresista, culturalista, naturalista y de la regulación

En 1965, Françoise Choay saca a luz el libro L’urbanisme, utopies et realités [La ciudad. Utopías y realidades], una interpretación de la historia del urbanismo en la cual revisa y discute las ideas que subyacen en los modelos urbanos de los siglos XIX y XX. Y en 1996, profundiza en la temática con La régle et le modéle. Sur la théorie de l´architecture et de l´urbanisme [La regla y el modelo. Sobre la teoría de la arquitectura y el urbanismo], intentando definir los rasgos básicos que determinan un modelo utópico, es decir, aquellas figuras discursivas que han resistido al tiempo a pesar de la diversidad cronológica y cultural en que se han producido.

Su interpretación del pensamiento utópico parte del esquema tripartito de Tomás Moro (1516) –crítica social, apoyo espacial, proyecto social–, que se basa en la crítica de una sociedad existente (juzgada mala), el objetivo de establecer una “buena sociedad” que se oponga a aquella punto por punto, y la concepción de un “espacio construido modelo” (no necesariamente una ciudad) que sea capaz de guiar esa transición y ser el apoyo obligatorio de las nuevas instituciones (Choay, 2001). También concuerda con la noción de utopía propuesta por el sociólogo alemán Karl Mannheim (1987) quien, a diferencia de Marx, reconoce y valora el carácter activo y polémico del statu quo social que ella encierra.

Los modelos utópicos del siglo XIX surgieron como respuesta a problemas de ordenamiento urbano y a la profunda alteración que la Revolución Industrial había producido en las relaciones de complementariedad e interdependencia campo-ciudad. Basaban sus supuestos en estudios contemporáneos sobre la ciudad industrial que remitían, básicamente, a dos tipos de enfoques. Por un lado, un enfoque de tipo descriptivo y estadístico, coincidente con el nacimiento de la Sociología, que intentaba formular leyes sobre desarrollo urbano, pero que también empleaba los hechos y las cifras para denunciar la ruina moral y física en que vivía el proletariado. Por otra parte, un frente de análisis filosófico-político, que estudiaba las políticas urbanas a la luz de los grandes tratados de economía y filosofía de fines del siglo XVIII e inicios del XIX (Rousseau, Smith, Hegel), y cuyos miembros, Arnold, Proudhon, Carlyle, Engels y Ruskin, acordaban en una crítica global a la sociedad industrial, entendiendo que la insalubridad de los barrios populares, y las problemáticas urbanas en general, eran resultado de las determinaciones político-económicas del momento.

A pesar de la cuantía de trabajos y de la lucidez analítica que descubre en ambos enfoques, Choay entiende que las conclusiones críticas a las que arribaban, lejos de reconocer las implicancias lógicas y esperables de la Revolución Industrial en la organización del espacio urbano, se empeñaban –a excepción de los análisis de Engels y Marx–, en alimentar los conceptos de desorden, caos y anarquía. De este modo, la frustración de no poder concretar en la práctica una interpretación de la sociedad es lo que conducía al refugio en el pensamiento utópico; utopía que, según se orientara hacia el pasado o hacia el futuro, buscaba “asumir las formas de la nostalgia o del progresismo” (Choay, 1973, p. 12).

Desde este punto de vista, Choay realiza una primera clasificación de paradigmas, distinguiendo dos períodos, el “pre-urbanismo” del siglo XIX y el “urbanismo” del siglo XX, y estableciendo tres modelos que explicarían en ambas etapas los principales discursos teóricos subyacentes detrás de la práctica: el “progresista”, el “culturalista” y el “naturalista”, este último presente solo en la etapa urbanística. Luego distingue las corrientes críticas de dichos modelos, a las que define en conjunto como “crítica de segundo grado”, y que también encuadra según la dicotomía progresismo-culturalismo. El discurso progresista se apoya en las ideas de progreso, higienismo, eficacia técnica y modernidad; el culturalista, propicia en sus primeras manifestaciones el regreso a la ciudad medieval y se afirma en valores culturales y estéticos. Sus autores coinciden en imaginar la ciudad del porvenir no como un proceso o un problema, sino como un objeto reproducible, sustraído de la temporalidad concreta y convertido en algo ideal.

Pre-urbanismo y urbanismo progresistas

El pre-urbanismo progresista del siglo XIX debe justamente su nombre a la seguridad expresada en el porvenir. Es definido a partir de obras muy diversas como las de Robert Owen (comunidad utópica de New Harmony), Charles Fourier y Victor Considérant (El Falansterio), Etienne Cabet (Icaria Utópica), Benjamin Richardson (Higeia, ciudad de la salud), Jean-Baptiste André Godin (Familisterios) y Pierre Proudhon, quienes confiaban en el racionalismo, la ciencia y la técnica como vehículos para determinar un nuevo orden tipo aplicable a cualquier grupo humano, es decir, definido en función de las necesidades básicas, los gustos y las inclinaciones originales del hombre en sentido genérico, independientemente de diferencias de lugares y tiempos (Figura 1 y Fotografía 1). Desde esta perspectiva, la Revolución Industrial se avizoraba como la llave que permitiría cambiar radicalmente el devenir humano y alcanzar el bienestar general. Choay señala acertadamente que si bien los primeros progresistas, como Owen y Fourier, se habían nutrido con lucidez del pensamiento económico y filosófico de Rousseau, Smith y Hegel, no alcanzaron a reconocer –como observamos párrafos atrás– que la Revolución Industrial y el desarrollo de la economía capitalista implicaban necesariamente la desaparición de un determinado orden urbano y la aparición de otro. La ciudad que preconizaban, en franca oposición a la ciudad occidental tradicional, no ofrecía soluciones densas y masivas acordes a la realidad que imponía el desarrollo de la economía capitalista, sino construcciones dispuestas de manera atomizada en un espacio abierto, rodeadas de zonas verdes y vacíos urbanos (surge el concepto de ciudad-campo), conformando comunas o falanges autosuficientes que podían multiplicarse indefinidamente, sin preocupación de que eso supusiera, en su sumatoria, la conformación de una entidad metropolitana, por ejemplo. Las condiciones de salubridad eran aquello que concitaba las mayores inquietudes, y por ello se prestaba particular atención a una distribución ecuánime del sol, el verde, el aire y la luz (el “símbolo del progreso”, según Godin). Las precauciones sanitarias llevaban también a estructurar las comunas según una rigurosa división de funciones humanas (hábitat, trabajo, cultura, esparcimiento) –e incluso con espacios distintivos para los diferentes tipos de labores, como en el Falansterio de Fourier–, alejando del interior de las ciudades los cementerios, fábricas y hospitales. Las comunas debían ordenarse de acuerdo con una disposición simple y seguir prototipos edilicios de marcada austeridad estética: “La ciudad progresista rechaza todo el patrimonio artístico del pasado para someterse exclusivamente a las leyes de una geometría ‘natural’” (Choay, 1973, p. 14). Si bien se propusieron prototipos para todas las funciones, el diseño del modelo de vivienda estándar, colectiva o individual, fue el centro de las preocupaciones y el rol principal que cupo a los arquitectos, quienes debían abocarse principalmente a construir “el Palacio en el que el hombre debe habitar” (Considérant, 1980, p. 29). Tal preocupación no era exclusivamente de tipo técnico, sino que apuntaba a descubrir cuál era el tipo de vida societaria que más convendría al desarrollo del hombre.

Figura 1
Detalle de la ilustración de portada del Falansterio para 3 mil personas.
Fuente: Fourier (1870) © Biblioteca Nacional de España. CC-BY-SA 4.0 Wikimedia Commons.
Fotografía 1
El Familisterio de Guise (Jean-Baptiste André Godin, 1883).
Fuente: © Archivo Le Familistère de Guise.

El modelo progresista encontrará nuevas versiones en el urbanismo del siglo XX, a través de la ciudad industrial y funcionalmente organizada de Tony Garnier en 1917, y de investigaciones proyectuales posteriores como las de Jacobus J. P. Oud, Gerrit Rietveld y Cornelis Van Esteren, en los Países Bajos; de la Bauhaus de Walter Gropius en Alemania; de los mentores del constructivismo, en torno a Malevič y Tatlin, en Rusia; y de Amédée Ozenfant y Le Corbusier, en Francia. En verdad, Choay adjudicará luego a Arturo Soria y Matta la inauguración del urbanismo progresista, con el concepto de ciudad lineal. Soria y Mata imaginaba una calle indefinidamente extensible de 500 metros de ancho, que podría permanecer ininterrumpida de Cádiz a San Petersburgo, asumiendo así por primera vez el problema de los asentamientos humanos a escala mundial (Figura 2). Si bien pudo aplicar su idea a escala limitada en la periferia de Madrid, con ella se habría anticipado a los esquemas de los anti-urbanistas soviéticos de los años veinte y al concepto de plug-in tal como fuera desarrollado por Archigram en los años setenta (Choay, 1973, pp. IX-X). Al igual que los pre-urbanistas, pero en clave despolitizada (Choay, 1973, p. 27), los urbanistas progresistas concebirán la idea de un hombre-tipo, cuyas necesidades básicas, habitar, trabajar, circular y cultivar el cuerpo y el espíritu –que inspirarán más adelante la Carta de Atenas–, serán consideradas universales y plausibles de ser satisfechas mediante prototipos de hábitat colectivo. La unidad de habitación de Le Corbusier, proyectada para Marsella, Nantes, Briey y Berlín, recogerá así la idea fourierista del falansterio (Fotografía 2). Se retomará en buena medida el ideario pre-urbanístico y su búsqueda de un contacto cada vez más estrecho entre la ciudad y el campo (desdensificación, ciudad parque), pero las preocupaciones centrales sobre las estructuras económicas y sociales que habían alimentado las ideas del siglo XIX serán desplazadas por inquietudes técnicas y estéticas. Desde 1928, el Congreso Internacional de Arquitectura Moderna (CIAM) se constituirá en el órgano de difusión de este modelo y de su idea clave subyacente: la modernidad, l’esprit nouveau de Le Corbusier, fuertemente asociado a la industria y al arte de vanguardia. La ciudad del zoning se convertirá en el lugar del rendimiento y la producción eficiente (ciudad-herramienta), que se apropiará de los métodos de estandarización y mecanización de la industria y se expresará a través de un orden espacial geométrico y una concepción austera y racional de belleza.

Figura 2
Arriba: proyecto urbanístico de la Ciudad Lineal entre 1895 y 1910; planificación y dibujos publicados en el periódico La Dictadura de la Compañía Madrileña de Urbanización (Arturo Soria y Mata, circa 1910).
Fuente: Wikimedia Commons, Dominio Público.
Fotografía 2
Abajo: Unidad de Habitación de Marsella, Francia (Le Corbusier, 1952).
Fuente: © Yuichiro Ishikawa, Pixabay.
Pre-urbanismo y urbanismo culturalistas

En cuanto al modelo culturalista, en la etapa pre-urbanística tendrá como principales referentes a John Ruskin y William Morris, y tomará forma netamente urbana con las influyentes figuras de Camilo Sitte, en la Alemania y Austria de 1880 a 1890, y de Hebenezer Howard y Raymond Unwin, en el ámbito británico –el primero, padre espiritual de las ciudades jardín; el segundo, realizador de la primera, Letchwork– (Figura 3 y Fotografía 3). Los principios ideológicos de este modelo se mantendrán constantes desde sus formulaciones originales y opuestos, punto por punto, a los del modelo progresista. La clave ya no será el concepto de progreso, sino el de cultura. “La totalidad (la aglomeración urbana) se impone a las partes (los individuos), y el concepto cultural de ciudad a la noción material de ciudad” (Choay, 1973, p. 39). El proyecto sociopolítico de base suponía un programa radical de reforma económica, cuya apuesta fundamental era la entrega de la tierra en propiedad a un grupo de asociaciones cooperativas, que la arrendarían a los inquilinos y reinvertirían los ingresos en mejoras públicas. Para garantizar la equidad y una relativa autosuficiencia, las ciudades jardín debían estar integradas por gente de todas las edades y todos los sectores laborales, y de acuerdo con Howard no debían sobrepasar de 30 mil a 58 mil habitantes. Cada localidad debía ocupar un espacio de manera particular y diferenciada, quedando circunscripta de manera precisa y limitada por un cinturón verde. Incluso se propuso reducir Londres a lo que fuera originalmente su centro, desarticulando las áreas periféricas de todas las antiguas aglomeraciones industriales, cuya población, descentralizada y dispersa en una multiplicidad de puntos, sería reagrupada luego en cada uno de ellos, pero con mayores densidades. Se debía tender a la creación de espacios imprevisibles y diversos, que siguiesen las sinuosidades del terreno y las incidencias del sol y favoreciesen intensamente las relaciones interpersonales. Se descartan los prototipos y estándares en materia de construcción, y el lujo y esmero arquitectónico de los edificios comunitarios debía contrastar con la sencillez del hábitat individual. En términos generales, la estética desempeñará el papel que Owen, Fourier y Richardson otorgaban a la higiene.

Figura 3
Arriba: el concepto de la Ciudad Jardín, por Ebenezer Howard, publicado originalmente en Garden Cities of Tomorrow, Sonnenschein publishing, 1902.
Fuente: Wikimedia Commons, Dominio Público.
Abajo: vista aérea de la Ciudad Jardín de Letchworth, Inglaterra (Unwin
y Parker, 1903).
Fuente: Letchworth Garden City Heritage Foundation https://www.letchworth.com/local-plan.

Por fuera de los tipos progresista y culturalista, Choay sitúa a Engels y Marx en la categoría de “críticos sin modelo”, y a Frank Lloyd Wright como el principal referente del modelo “naturalista” y antiurbano. Aun siendo críticos de la ciudad industrial, Marx y Engels (y posteriormente también el anarquista Peter Kropotkin), en base a su socialismo científico y alejados del mito del desorden, sustituirán el modelo tranquilizador pero irreal de los socialistas utópicos [1] por la perspectiva de una acción transformadora hacia una sociedad sin clases, cuyas formas de ocupación urbana, indeterminadas en aquel momento, se irían dibujando progresivamente junto con el desarrollo de la acción colectiva.

Los modelos naturalista y de la regulación

El modelo naturalista es abordado por Choay con menor grado de sistematización. Asocia su surgimiento en el siglo XX a la labor de una serie de sociólogos y planificadores americanos que intentan concretar las ideas de la corriente antiurbana americana que habían protagonizado un siglo antes figuras como Tomás Jefferson, Ralph Emerson Thoreau, Henry Adams, Henry James y Louis Sullivan. Y lo vincula con el proyecto Broadacre-City, de Frank L. Wright (1935), que propiciaba la eliminación de las megalópolis y el retorno de la naturaleza a la ciudad como un elemento continuo. Sustentado en las tesis formuladas en The Dissapearing City (1932), Wright proponía un sistema ascéntrico, compuesto de elementos insertos en una gran red circulatoria terrestre y aérea, donde la arquitectura (orgánica) se subordinaría a la naturaleza y a la topografía. La vivienda sería individual y cada familia dispondría de un terreno cuadrangular de un acre (4.046,85 m2) de las reservas federales. Las restantes funciones urbanas se diseminarían en el territorio en unidades reducidas (para un mínimo de personas), y los desplazamientos serían en automóvil por los extremos de cada acre, y a pie dentro del mismo (Figura 4). El espacio que plantea Wright es complejo, combina elementos del modelo progresista y del culturalista, aunque a diferencia de ambos rechaza la obsesión por el rendimiento y la eficacia.

Figura 4
Vista típica de la campiña de Broadacre City.
Fuente: Wright, F. Ll. (1961, p. 183).

Finalmente, en la segunda edición de Utopías (1973), Choay incluirá un cuarto paradigma, el modelo de la regulación, y nombrará al Barón Haussmann como su representante principal. Destaca del prefecto la lógica integradora y la libertad epistemológica demostradas en la labor de modernización de la capital francesa llevada a cabo entre 1852 y 1870; y, esencialmente, su capacidad para “comprender que a diferentes prácticas sociales y epistémicas tienen que corresponder diferentes estructuras del espacio subyacente” (Choay, 1973, p. XI). A diferencia de sus contemporáneos utopistas, y al igual que Marx o Engels, pero sin discutir el orden capitalista, Haussmann no intentará ordenar la ciudad industrial con modelos espaciales apriorísticos. Por el contrario, su estrategia será recuperar la ciudad histórica, pero dando lugar a las nuevas tecnologías, y desde esa perspectiva llevará a cabo tres grandes operaciones urbanas: la conformación de un entramado jerarquizado de vías y un sistema de zonas verdes, la ejecución de obras de ensanche, apertura e integración de todos los espacios libres, y la provisión de vastos equipamientos de redes técnicas (citado en Choay, 2004) (Figura 5).

Figura 5
Esquema de las principales operaciones urbanas efectuadas por Haussmann en la ciudad de París: en blanco, las calles ya existentes; en negro, las abiertas durante el Segundo Imperio; en cuadrícula, los nuevos barrios; en rayado, las zonas verdes.
Fuente: Diana (2011).

Este valor instrumental e integrador otorgado al sistema de circulación o a los espacios verdes también aparece en la labor de otras prominentes figuras del período, como Frederic Law Olmsted, creador del Sistema de Parques de Estados Unidos de Norteamérica; Joseph Paxton, autor del proyecto no realizado del Grean Victorian Way –una vasta arcada de hierro y vidrio pensada para cubrir ininterrumpidamente un espacio de 10 millas alrededor del centro de Londres–; e Idelfonso Cerdá, quien siguiendo un mecanismo analítico similar al de Haussmann, definió como principio central, o base facultativa de su teoría, que cada nuevo modo de locomoción y circulación determina otra forma de urbanización.

La crítica urbanística de segundo grado

La denominada “crítica urbanística de segundo grado” se origina en Estados Unidos de Norteamérica e Inglaterra alrededor de 1910, pero alcanza un considerable desarrollo teórico con las actividades de reconstrucción de la segunda posguerra. Choay la organiza según dos tipos, la crítica tecnológica y la humanística.

La primera se dirige contra la propia lógica del urbanismo progresista que, aun habiendo concebido de un modo nuevo el espacio global de la ciudad, no habría sabido aprovechar uno de los principales fundamentos de su teoría, “la revolución tecnológica” (Choay, 1973, p. 51). Esta corriente crítica proviene ante todo de un colectivo de arquitectos interesados en la prospectiva, reunidos en el llamado “Grupo de Arquitectura Móvil” que fundan en 1957 Yona Friedman, Paul Maymont, Werner Ruhnau y Frei Otto. Pero también del metabolismo, el movimiento de vanguardia arquitectónica japonés que se conforma en 1959 alrededor de la figura de Kenzō Tange, en el contexto de una masiva reconstrucción urbana del país, y de una efervescente necesidad de cambio social. Los metabolistas fueron muy influenciados por las ideas de Archigram –del edificio “enchufable” y de la posibilidad de añadir o sustraer cápsulas habitables– (Fotografía 4), y descreían de las leyes tradicionales de forma y función. Confiaban en la profunda influencia que el espacio y la funcionalidad podían ejercer en esas sociedades y esa cultura que se estaban reconfigurando durante la posguerra, y buscaron respuestas novedosas a la expansión de las ciudades, las masas y las grandes escalas a través de un concepto biotecnológico de ciudad, es decir, una ciudad que merced a la técnica pudiera crecer siguiendo un patrón flexible y extensible similar al orgánico. Dentro de la gran producción de ambos movimientos, algunos de los proyectos emblemáticos son las ciudades verticales de Paul Maymont (suspendidas solo de una columna central), la ciudad puente de John Fitzgibbon, las villas espaciales de Yona Friedman; también el plan para Tokio de Kenzō Tange, Marina City y la ciudad torre de Kiyonory Kikutake, las ciudades hélice de Kishō Kurokawa, y las Ciudades en el Aire de Arata Isozaki (Figuras 6 y 7, Fotografías 5 y 6).

Fotografía 4
Nagakin Capsule Tower, Tokyo (Kisho Kurokawa, 1972).
Fuente: © Jordy Meow – CC-BY-SA-3.0. Wikimedia Commons.
Figura 6
La villa espacial (Yona Friedman, agosto 2009).
Fuente: © Archivos Yona Friedman, París (Bifulco, 2020).
Fotografía 5
Marine City (Kiyonori Kikutake, 1958-1963).
Fuente: © Kiyonori Kikutake, en Schumpp (1972, p. 111).
Fotografía 6
Cities in the Air” (Arata Isozaki, 1963).
Fuente: © Takashi Othaka, de la exposición “Struggling cities: from Japanese Urban Projects in the 1960s”.
Figura 7
Propuesta para la isla Welfare (Victor Gruen, 1961).
Fuente: cortesía de Greg Goldin, Sam Lubell y Metropolis Books (2016, p. 311).

Muchos de estos proyectos aparecen como esqueletos que pueden ser llenados a voluntad, es decir, lugares indiferenciados que podrían situarse en cualquier ciudad –y, de hecho, corporizan de algún modo la negación de la ciudad–. Otros parecen sustituir, además, los vagos modelos del urbanismo progresista por verdaderos prototipos de diseño industrial, con los que de algún modo se asume la ilusión de pensar la ciudad como un objeto bello que pueda ser totalmente definido antes de ser habitado. Hay de hecho, detrás de estas notables contribuciones técnicas, peligros de tipo ideológico. Si bien los urbanistas visionarios tienen el mérito de mantener una relación realista y concreta con la tecnología, su comportamiento termina muchas veces desembocando en la tecnolatría. Al respecto, Choay invita a pensar en el proyecto de Peter Buchanan sobre el tráfico londinense; en el de París bajo el Sena, de Paul Maymont, o el de Victor Gruen para la isla Welfare, hoy conocida como isla Roosevelt (Figura 7) [2].

En cuanto a la crítica de tipo humanista, se centró en demostrar el supuesto desprecio del urbanismo progresista por la realidad concreta y la historia de las ciudades; y con aportes de la antropología descriptiva, se preocupó por reintegrar el problema urbano a su contexto global. Choay reconoce en esta línea tres tendencias: a) el urbanismo de la continuidad, b) el punto de vista de la higiene mental, y c) el punto de vista de la percepción urbana. Dentro de la primera vertiente, Patrick Geddes (2018, obra original publicada en 1915), biólogo escocés interesado por la psicología y el estudio de las ciudades, y Lewis Mumford (1945), el más ilustre de sus discípulos, alarmados por el desarrollo desequilibrado de las grandes ciudades industriales, abogaron por reintegrar al hombre en el proceso de planificación urbana y por reintegrar el pasado (el patrimonio) al proyecto urbanístico, bajo la forma de historia de las ideas y las artes. Mumford se esmeró particularmente por evidenciar los diversos aspectos de la tecnolatría, como la rotura de las continuidades culturales y la desnaturalización de las zonas rurales.

El punto de vista de la higiene mental –sostenido, entre otros, por Jane Jacobs– está ligado a la psicología del comportamiento de los seres humanos en el marco de ambientes urbanos profundamente heterogéneos, como las grandes ciudades, y donde los ciudadanos tienen escasas posibilidades de participar en instancias más o menos directas de planificación. Se vincula con una corriente de estudios que se inicia antes de la Segunda Guerra Mundial siguiendo como hipótesis la unidad de la salud física, social y mental y su relación con ambientes sociales y físicos específicos.

Finalmente, la crítica realizada al urbanismo progresista desde el punto de vista de la percepción de quienes habitan la ciudad se coloca, en cierto sentido, del otro lado de la construcción del modelo. La propuesta de disposición, de estructura, en vez de ser realizada a priori, objetivada, tratada como una cosa (modelo), es reemplazada por una propuesta a posteriori, que deriva del conocimiento del punto de vista del habitante, quien, por medio de la psicología experimental, el cuestionario y otras técnicas, deviene frente a los planificadores en una suerte de interlocutor. Este abordaje ha sido desarrollado sobre todo en Estados Unidos de Norteamérica, a través de los estudios de Gyorgy Kepes, de Hans Blumenfeld, y especialmente de Kevin Lynch, quien lo aplicó en sectores del proyecto de reestructuración de Boston.

Las utopías en el siglo XXI

A comienzos de este siglo, Choay (2001) afirma que el impulso utópico no ha muerto, pero que en tanto la ciudad se encuentra en peligro de extinción resulta innecesario el esfuerzo por imaginar nuevos modelos urbanos. Continúa validando los tres términos clave del modelo de Moro y la relación que los articula (crítica social, apoyo espacial, proyecto social), pero entiende que el modo de transitar hacia una mejor sociedad ya no puede pensarse a partir de asentamientos humanos ficticios, ideales y replicables, sino de la reapropiación de los distintos lugares existentes y sus patrimonios particulares: los barrios, los pueblos pequeños, los monumentos, los paisajes y las redes hidráulicas, las actividades económicas y sociales locales (agrícolas, artesanales, entre otras).

Choay advierte en la hegemonía de la técnica la expresión clave de la tendencia hacia una civilización homogeneizada y mínima, y para superar las distopías emergentes de esa tecnificación y de los impactos de la globalización coloca el patrimonio histórico en el centro de una reflexión sobre el destino de la sociedad actual, y propone hacer de la utopía y el patrimonio una misma lucha.

Dar sentido a esa resistencia supone, además, tomar posición a favor de una “globalización desde abajo”, y a favor de una “revalorización del lugar del proyecto”. En la obra de Alberto Magnaghi encuentra aunados ambos presupuestos:

Apuntemos, como Alberto Magnaghi, a la “globalización desde abajo”. En otras palabras, utilicemos todas las prótesis a través de las cuales se lleva a cabo la globalización, pero que estén al servicio de un proyecto local previo. […] la condición para una reapropiación de las construcciones y prácticas reside en el tercer término de Moro […], el proyecto. Éste debe ser concebido como respeto y fidelidad al pasado de los lugares y de las comunidades que los construyeron, pero también debe ser asumido como una innovación por venir (Choay, 2001, p. 11. Traducción de la autora).

Tanto la práctica proyectual de Magnaghi en el campo del biorregionalismo y la preservación patrimonial –por ejemplo, en ciudades de la región del Po devastadas por asentamientos industriales–, como su obra teórica –particularmente El Proyecto local. Hacia una conciencia del lugar (2011)– encarnan lo que Choay entiende como “una utopía concreta” (2001, p. 11. Traducción de la autora). Una utopía que, como fue dicho, no es avizorada con relación a un modelo sino a un escenario específico, a un proyecto local que debe nacer de la interpretación colectiva de circunstancias particulares, y que debe entenderse como un proceso a ser construido a lo largo del tiempo por parte de una comunidad real y reconectada con la política y con la ética pública.

François Ascher: los modelos abierto normativo y anticipador programático

Los significados otorgados a las transformaciones urbano-metropolitanas de fin de siglo XX presentan marcadas divergencias dentro de los debates urbanísticos europeo y anglosajón. Monclús (1998) las agrupa en visiones conservadoras o definitivamente apocalípticas. Mientras algunos autores interpretan la naturaleza del nuevo espacio urbano descentralizado como lógico correlato de los procesos sociales, económicos, culturales y tecnológicos vinculados a la globalización (Fishman, 1987; Monclús, 1998), o asocian la aparición de nuevas periferias solo con un cambio de escala territorial del ya conocido fenómeno de descentralización (Jackson, 1985; Hall, 2004); desde posturas extremistas, se ha postulado que estaríamos frente a ‘la muerte de la ciudad’, como propone Choay (2008), la “no ciudad del posdesarrollo” (Latouche, 1994), o la “posciudad” (Monguin, 2006). Otros autores, desde una visión rupturista pero no catastrófica, entienden, en cambio, que afrontamos el final de un largo período y el inicio de “un nuevo ciclo urbano” (Indovina, 1990). Entre estos últimos se ubica también François Ascher, un sociólogo urbano “intervencionista” (Borja, 2004, p. 12), que entendió el urbanismo como un conjunto de teorías y prácticas esencialmente reformistas, y que desde ese lugar se involucró en el debate sobre los paradigmas urbanísticos.

Ascher distingue dos primeras fases en lo que denomina el proceso de modernización: la ciudad del Renacimiento y de la Edad Moderna, y la ciudad de la Revolución Industrial; y plantea como hipótesis que los cambios esbozados en el urbanismo de fines de siglo XX prefiguran una Tercera Revolución Urbana (Ascher, 1995; 2004). Sus mayores preocupaciones se vinculan justamente con la sociedad “hipermoderna”, los efectos de la movilidad en la generación de nuevas formas de vivir, y las situaciones más extremas en la que se presenta el hábitat actual: las aglomeraciones de millones de habitantes, conurbadas, extensas, discontinuas, heterogéneas y multipolarizadas, para las que acuñó el término metápolis, valorando la condición de meta (del griego, “después”, “más allá de”) como evolución natural de una etapa intensísima de civilización que se correspondería con esa Tercera Revolución Urbana.

Concibe la metapolización como “un doble proceso, de metropolización y de formación de nuevos tipos de territorios urbanos: las metápolis” (Ascher, 2004, p. 56); y sostiene que, aun cuando las tecnologías nuevas traen consigo un flujo de consecuencias y efectos de amplio alcance, ellas “no generan una dispersión generalizada de los hombres y de las actividades; por el contrario, acompañan y, asimismo, generan nuevas aglomeraciones y polarizaciones” (Ascher, 1995, p. 37). La tesis del sociólogo francés se basa en constatar que las grandes metrópolis hoy no se crean más alrededor de una sola centralidad sino mediante polaridades múltiples y cada vez más disociadas; y que bajo la lógica metapolitana se despliegan, además, aquellos fenómenos urbanos que, sobrepasando la escala metropolitana, se desligan de cualquier soporte territorial o jurisdiccional para basarse en redes de interconexión –transportes visibles o medios de comunicación invisibles–, ese complejo espacio de movilidad en el que se disuelven en gran medida las relaciones de proximidad.

Reflexionando sobre el futuro de las ciudades, se preguntaba, ¿sobre qué referencias, imágenes y proyectos los urbanistas pueden apoyarse, ahora que los grandes relatos están en crisis, que el urbanismo parece haber perdido utopías, que el reconocimiento de la complejidad y el reino de la incertidumbre reducen las pretensiones de control urbano? (Ascher, 1995, p. 227). Así, en el capítulo final de Metápolis ou l´avenir des villes [Metápolis. El futuro de las ciudades] (1995) [3], recoge las diferentes formas de considerar el urbanismo en la actualidad, revisa para ello los paradigmas urbanísticos enunciados por Choay y agrega otros dos: un urbanismo más empírico, de acompañamiento, gestionando y reproduciendo una ciudad por fragmentos, por discontinuidades (modelo americano); y otro anticipador, normativo y más planificador, concibiendo y reproduciendo la ciudad por pedazos homogéneos, continuos (modelo europeo). Esquematiza esta interpretación a través del cruce de dos ejes: en el eje vertical, representa las dos categorías principales desarrolladas por Choay, oponiendo progresistas a culturalistas; en el horizontal, específico del autor, distingue a los planificadores voluntaristas de los normativo-acompañadores (Esquema 1).

Estos modelos representarían los polos extremos de atracción del urbanismo contemporáneo, y bajo distintas combinaciones seguirían alimentando las formulaciones e instrumentos de intervención actuales. No obstante, dada la complejidad adquirida por los espacios metropolitanos, ninguna de las cuatro concepciones urbanísticas arquetípicas definidas en los cuadrantes determinados por los dos ejes (normativo-culturalista, normativo-progresista, voluntarista-culturalista, voluntarista-progresista) podría pretender “hacer la ciudad”. Sobre estas ideas alimenta la noción de hipertexto, una metáfora de la ciudad actual a la que el sociólogo francés apela para ilustrar las posibilidades de participación de un mismo individuo en distintos contextos, con necesidades urbanas diversas, generando una experiencia de la ciudad totalmente personal y distinta de la que pudieran vivenciar otros.

La planificación de la hiperciudad que promueve Ascher no se presenta entonces asociada a un instrumento concluyente o definitivo –y que podría asociarse a algún modelo ideal– sino a la de una programación y un accionar flexibles, pero capaces de organizar y consolidar cada uno de esos múltiples universos urbanos y sus distintos sistemas de referencia, facilitando, a la vez, la transición entre ellos.

Javier Monclús: paradigmas morfológico, tecnológico y ambientalista

Javier Monclús se incorpora al debate europeo planteando la necesidad de añadir, en los esquemas propuestos por Choay y Ascher, la tradición paisajística ecológica (u organicista) que se desplegaría en el marco del actual paradigma ambientalista. Aun cuando afirma la plena vigencia, coexistencia y compatibilidad de las diversas modalidades de intervención abarcadas dentro de los tres paradigmas (morfológico, tecnológico, ambientalista), encuentra que es en esa tercera tradición donde se sitúan las intervenciones más innovadoras.

En el Cuadro 1, se explicitan los paradigmas que reconoce Monclús en relación con el modelo propuesto por Ascher (con base en Choay), en cuyo entrecruzamiento pueden leerse episodios significativos de la cultura urbanística. Nótese que lo denominado como “tradición de la arquitectura urbana y paradigma morfologista” y como “urbanismo funcionalista y paradigma tecnológico” corresponde, respectivamente, a los modelos “culturalista” y “progresista” de Choay. Como puede observarse en el cuadro, la recuperación cíclica de cada una de estas tradiciones –al menos en el contexto europeo y norteamericano– abona la hipótesis de su coexistencia. Monclús (2011) va hilvanando argumentos para demostrarlo.

El renacimiento del paradigma morfologista en el siglo XX, con el movimiento City Beautiful y otras variantes de arquitectura urbana, se vuelve a reiterar de manera notable a fines del mismo siglo. Monclús reconoce claros indicios de ese renovado interés en las reediciones del libro American Vitrubius: An Architects’ Handbook of Civic Art, de Werner Hegemann y Elbert Peets (1980, obra original publicada en 1922) [4], y del Plan de Chicago de Daniel Burham y Edward H. Bennet, de 1909, o en la particular atención que vuelve a prestarse al Plan Sur de Amsterdam (Plan Zuid), una pieza clave de arquitectura urbana de vivienda masiva formulado por Hendrik Petrus Berlage en 1917. De igual modo, ubica al discurso sobre La arquitectura de la ciudad de 1966 de Aldo Rossi (2015), y sus reelaboraciones por las escuelas italianas en los años sesenta y setenta, como la más influyente reconsideración de la ciudad histórica para el proyecto de la ciudad contemporánea que se haya planteado a lo largo del siglo XX. Un discurso que Monclús propone diferenciar claramente de las derivaciones historicistas de los hermanos Krier o de las del New Urbanism. A pesar de los muchos abusos cometidos en su nombre, señala, el enfoque rossiano funcionó como referente ineludible en toda Europa:

Proyectos urbanos tan emblemáticos como el IBA de Berlín de 1984-87 se tradujeron en el respeto absoluto a la trama histórica, la decisiva recuperación de la manzana y la calle corredor, la “nueva manzana cerrada”, el bloque perimetral, y los “ensanches fragmento” (Monclús, 2011, p. 46).

Finalmente, la voluntad de reedición del proyecto urbano y el “urbanismo de los monumentos” aparecería con los edificios emblemáticos y proyectos estratégicos asociados al marketing urbano de los años noventa, y la confianza puesta en su capacidad más o menos directa de transformación urbana.

El paradigma tecnológico, asociado al mundo de las infraestructuras y de la movilidad basada en el automóvil –y a una concepción de la ciudad como entidad, ante todo, funcional– recorre también toda la historiografía urbanística del siglo XX. En su continuidad hasta el presente, Monclús destaca tres momentos significativos. Ante todo, el momento de emergencia de las propuestas críticas a la primera tradición moderna, esas que confiaron particularmente en la potencialidad de las megaestructuras y la producción seriada, como las elaboradas por el Team X, los metabolistas o el grupo Archigram –con su Plug-in City (1964)–. Luego, el momento de las grandes piezas urbanas proyectadas en torno a estaciones intermodales, como el Euralille, iniciado en 1987 bajo la dirección de Reem Koolhas. Y más acá, el momento de puesta en marcha de estrategias de revitalización y reciclaje de espacios posindustriales obsoletos que, bajo la idea de generar nuevos entornos de innovación, ha ido dando lugar a la conformación de distritos digitales como el Digital Hub de Berlín, o los análogos de San Francisco, Singapur o Barcelona.

El paradigma ambientalista, a través de las visiones paisajísticas y ecológicas, habría tenido una presencia constante durante el siglo XX, aunque acentuada a partir de la crisis ambiental que comienza a diagnosticarse hacia 1970. Monclús lo encuentra heredero de dos tradiciones particularmente sensibles a la relación entre ciudad y naturaleza. En primer lugar, de la tradición vinculada a formulaciones como las Ciudades Jardín, los grandes sistemas de parques, los suburbios norteamericanos e ingleses, los anillos verdes, las cuñas y los corredores verdes, que van desde Howard y Olmsted a Eberstadt y Abercombrie (Figura 8) –quedando así integradas a este paradigma figuras que Choay había consignado dentro del paradigma culturalista o el de la regulación–. En segundo lugar, del organicismo y el regionalismo ecológico de Patrick Geddes y Lewis Mumford, que alimentara luego el Ecological Landscape Planning [Planificación Ecológica del Paisaje] de Ian McHarg. En Design with nature [Proyectar con la naturaleza] (2000, original de 1969), obra clave del siglo XX, McHarg proporciona una metodología para incorporar los datos medioambientales a los procesos de planificación, pero, más importante aún, introduce y defiende la hipótesis de que la distribución de espacios (libres o a urbanizar), las formas de crecimiento urbano y las zonas de expansión más pertinentes deben responder a los procesos naturales. Tal como apunta Monclús, ambas tradiciones se han mantenido vigentes y han alimentado numerosas visiones medioambientales posteriores. Por ejemplo, la idea de conformar “redes multifuncionales de espacios verdes” o “redes multiescalares de conexión paisajística” (Gasparrini, 2012) –con mandato, incluso, de la Unión Europea–, como las proyectadas en Bruselas, Copenhage, Londres, Zaragoza, Manchester o Vitoria Gasteiz (Figura 9), verdaderas estructuras de vertebración del territorio para gestionar en conjunto la red hidrográfica, las áreas verdes, las redes viarias y ferroviarias, las áreas de disposición de residuos y los paisajes periurbanos y rurales.

Figura 8
Emerald Necklace, Boston, USA (Frederick Law Olmsted, 1878).
Fuente: © Emerald Necklace Conservancy.
Figura 9
La infraestructura verde urbana de Vitoria-Gasteiz.
Fuente: Centro de Estudios Ambientales, Ayuntamiento de Vitoria-Gasteiz (2014, pág. 59).

De igual modo, visiones de la ciudad más recientes, como las propuestas desde la ecología urbana, serían deudoras no solo de los citados maestros escoceses sino también de perspectivas como las de Jane Jacobs sobre la íntima relación de la sostenibilidad urbana con la ciudad compacta y las mezclas de usos. El paradigma ambientalista se presenta, justamente, en sintonía con la línea urbanística europea que ambiciona contener la expansión urbana para preservar y estabilizar la estructura de la ciudad compacta histórica; objetivo que desde los años noventa ha sido apuntalado con diversas publicaciones y manifiestos como el Libro Verde sobre el Medio Ambiente Urbano (Rueda Palenzuela, 2007), el manifiesto urbanístico Cities for a small planet [Ciudades para un pequeño planeta] (Rogers, 1997) y el Libro Blanco de la sostenibilidad en el planeamiento urbanístico español (Fariña y Naredo, 2010).

Los instrumentos para una sistematización práctica del paradigma ambientalista no mostrarían, en cambio, grandes novedades. Aun cuando el Ecological Urbanism [Urbanismo Ecológico] o “Ecourbanismo” (Mostafavi y Doherty, 2010) se defina en sus planteos discursivos como una propuesta superadora del Landscape Urbanism [Urbanismo Paisajístico], al pretender articular lo ecológico, lo económico y lo ambiental, coincidimos con Monclús cuando observa que no representa el grado de innovación que oportunamente presentaran las propuestas metodológicas de McHarg, De todos modos, desde uno u otro abordaje, todos ellos coincidirían en oponerse a una deriva expansiva insostenible, y desde ese lugar han logrado penetrar en numerosos proyectos de regeneración urbana y ambiental, tanto de áreas periféricas como interiores, o de antiguos territorios de la era de la industrialización.

Notas de cierre

A través del desarrollo descriptivo-argumentativo llevado a cabo hemos querido exponer un panorama sucinto del debate europeo en torno de los paradigmas urbanísticos contemporáneos. El sistema taxonómico construido por Françoise Choay para explorarlos y evidenciar sus ideologías subyacentes representa una estructura analítica básica de la cual parte, en general, buena parte de la literatura sobre el tema. Su contraste y complementación por otros autores, como François Ascher y Javier Monclús, permite conformar una primera plataforma de lectura de los modelos del urbanismo contemporáneo adoptados como referencia en el mundo occidental.

Una primera conclusión que podemos señalar es que, si bien el discurso de Ascher no expresa el temor por la disolución de la ciudad en que deviene el de Choay, la realidad multipolar, cada vez más disociada y heterogénea, que evidencia el sociólogo francés pone en cuestión, por su propia complejidad, la validez de seguir analizando el desarrollo del urbanismo en términos de paradigmas o modelos.

Una segunda conclusión refiere, justamente, a la coexistencia de paradigmas aparentemente divergentes. Al respecto, Luhmann (1982) advierte que una teoría “clásica” (o sea, reemplazada por desarrollos teóricos posteriores) sobrevive como un desafío o un desiderátum cuando su forma de plantear problemas –o aquello que se debe lograr– todavía pueda ser aceptada, aunque de ella no pueda inferirse cómo hacerlo. Así, podría considerarse que la autoridad del urbanismo funcionalista, la arquitectura de los monumentos o la de atención particular al fragmento es relativa, porque cada una de ellas presenta una capacidad limitada para responder a la escala de la crisis ecosocial que enfrentan nuestras ciudades, aunque muchos de sus presupuestos teóricos se mantengan vigentes, ya sea porque “las ciudades utilizan estrategias que nunca parten de cero” (Monclús, 2011, p. 58), o bien porqué estos distintos urbanismos “han desarrollado y desarrollan un rol crucial e insustituible en lo que respecta al modo de observar, interpretar y construir la ciudad” (Secchi, 2000, p. 11. Traducción de la autora).

Una tercera conclusión apunta a la similitud de estrategias de intervención en diferentes contextos. En este sentido, es dable suponer que en materia de planificación urbano territorial, al igual que en otras esferas, los crecientes procesos de interrelación global incrementen la fuerte incidencia que ya ejercen los modelos hegemónicos sobre realidades que presentan trayectorias, tradiciones y culturas urbanísticas muy distintas. Pero también resulta lógico que, en el actual marco de crisis ambiental y ecológica mundial, abordajes que asumen la escala regional, como el de la planificación ecológica, reciban una especial atención. No sólo por el lugar preponderante que otorgan a la armonización del desarrollo con el medio natural, sino también por incluir en la planificación una particular consideración a la interdependencia entre factores económicos y naturales, y la ineludible necesidad de inscribir el desarrollo dentro de una determinada responsabilidad hacia el futuro (Domon, Gariépy y Bouchard, 1987). Así, la renovada utilización estratégica del paisaje –y la centralidad que ello asume como matriz proyectual de regeneración urbana– prefigura un camino posible y necesario, sobre todo frente al desafío de atender a la dimensión posturbana de la ciudad contemporánea.

En cuarto lugar, cabe señalar que, así como un cambio de paradigmas puede traducirse en un cambio de objetivos, si lo observamos en el sentido advertido por Kuhn, también puede iluminar con una lente nueva viejas cuestiones. Al respecto, es interesante observar cómo los problemas socioambientales reconocidos por el higienismo social hacia fines del siglo XIX hoy están comprendidos dentro de lo que llamamos “Agenda marrón” y que evaluamos desde los principios de la sostenibilidad ambiental o como externalidades críticas del paradigma de la modernización. Es decir, debió mediar la irrupción de una crisis ambiental generalizada para complejizar la interpretación de los problemas ambientales y vincularlos claramente con una crisis del propio modelo de desarrollo. Esto mueve a pensar que, en esencia, lo que en realidad importa en el desplazamiento de un paradigma a otro son las causas que logran provocar esa variación en nuestros esquemas generales de interpretación de la realidad, aquellos acontecimientos que, vinculados entre sí, finalmente definen las condiciones para que los cambios se produzcan y conducen a las rupturas teóricas más significativas (Poulantzas, 1978; Fedele, 2011).

En suma, los cambios de paradigmas no pueden ser aislados de la historia de su constitución y de su reproducción, pues, como señala Morin (1991), “un paradigma sólo existe en la medida en que es generado y regenerado por la práctica, por el pensamiento, por el discurso. […] depende de la realidad fenoménica que genera y precisa de esta realidad fenoménica para ser regenerado” (pp. 236-237) ■


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NOTAS

1.  Friedrich Engels (1946, obra original de 1880) fue quien acuñó el término de “socialismo utópico”, en contraposición al “socialismo científico” que creara junto con Marx.


2.  Gruen planificó para la isla un megaproyecto que involucraba torres de hasta 50 pisos con espacio para 70 mil personas, a ser construido sobre una plataforma de 22 pies que contendría además escuelas, tiendas y espacios recreativos, y ofrecería la posibilidad de desplazamiento a través de aceras móviles. El proyecto se detuvo por problemas de enlaces de transporte con el resto de la ciudad de Nueva York.


3.  Si bien Ascher busca una nueva expresión para nombrar las configuraciones para las que el término “metrópoli” le resulta insuficiente, emplea los términos “metápolis” y “metrópolis” casi indistintamente a lo largo del libro.


4.  De acuerdo con las concepciones de Hegemann y Peets (1980), el objetivo del arte cívico es enfatizar la relación esencial entre un edificio y su entorno y la conveniencia de agrupar edificios en conjuntos armoniosos, en orden de crear una unidad más grande y monumental, que alcance, incluso, a distritos o ciudades enteras.



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Cappuccio, S. M. (Noviembre de 2021 – Abril de 2022). Rupturas y continuidades en el urbanismo contemporáneo. Los paradigmas urbanísticos en las taxonomías de Françoise Choay, François Ascher y Javier Monclús. [En línea]. AREA, 28(1). Recuperado de https://www.area.fadu.uba.ar/area-2801/cappuccio2801/

Especialista en Gestión Ambiental Metropolitana y Arquitecta por la Universidad de Buenos Aires (UBA). Doctoranda en Arquitectura y Urbanismo en la Facultad de Arquitectura, Urbanismo y Diseño (FAUD) de la Universidad Nacional de Mar del Plata (UNMdP). Investigadora de la UBA en el Programa Urbanismo y Ciudad de la Secretaría de Investigaciones (SI) de la Facultad de Arquitectura, Diseño y Urbanismo (FADU-UBA) y en el Programa de Desarrollo Territorial y Estudios Metropolitanos, del Instituto de Geografía de la Facultad de Filosofía y Letras (FFyL-UBA); e investigadora de la Universidad Nacional de la Plata (UNLP), en el Instituto de Investigación en Humanidades y Ciencias Sociales (IIHyCS). Ha sido coordinadora académica de la Especialización y Maestría en Gestión Ambiental Metropolitana (UBA, 2005-2017). Se desempeña como consultora para instituciones públicas y privadas sobre proyecto urbano, ordenamiento ambiental del territorio y evaluación ambiental.