Arquitectura e identidad cultural en el Perú. El universo simbólico en el encuentro de lo auténtico y lo apropiado durante el siglo XX


Universidad Nacional de Ingeniería

Resumen

La identidad en el Perú desde la arquitectura propiciada durante el siglo XX, se enfocó en el afianzamiento de lo particular como modo de resistencia y sincretismo ante la persistente dependencia cultural, desarrollando imitaciones atemporales y formalismos incipientes que no provocarían un repensar del tema en torno a lo social, político y cultural, mostrando inestables momentos de contingencia y vitalidad. Sin embargo, hurgando en una serie de edificaciones y discursos, es posible conformar un derrotero que, desde la unidad, promueva la constitución de un universo simbólico en el encuentro de lo auténtico y lo apropiado.

Palabras clave
Arquitectura peruana, Identidad cultural, Universo simbólico

Recibido
21 de febrero 2022
Aceptado
13 de mayo de 2022

La identidad cultural durante el siglo XX, como indicaría Héctor Cerutti (2006), a pesar de sus imprecisiones como categoría, se ha constituido en la línea vertebral argumentativa con la que se ha pretendido erigir una sociedad latinoamericana. En este sentido, en el Perú, la propuesta de una identidad desde la obra arquitectónica, se ha conducido por ese mismo derrotero permitiendo su desprestigio temático producto de erráticas interpretaciones, imitaciones tardías, ingenuidades formales y el desentendimiento con otras disciplinas que no permitieron erigir la pertenencia, la permanencia y el reconocimiento social.

En este contexto, establecido históricamente entre la resistencia y el sincretismo en tanto dicotomía de lo propio y lo ajeno, las muestras de mayor relevancia se dieron en una serie de obras y discursos que se desligaron de la visión parcial, promoviendo intuitivamente la autenticidad y la apropiación como unidad que elude y enfrenta la dependencia cultural. Sin embargo, esta unidad podría superar su propia correspondencia espaciotemporal para incorporarse a un universo simbólico desde el imaginario, lo creativo y el diálogo, como alternativo pensar humanístico de todos los espacios y tiempos, verificado en su coincidencia de opuestos, que enlaza los ejes estéticos, éticos y científicos de toda arquitectura que aspira a ser conformante y determinante de una identidad cultural.

Identidad Cultural

La identidad en asociación con el desarrollo afectivo, social y cognitivo (Larraín, 2017; Giménez, 2010) expresa y constituye valores, expresiones y significados que determinan el reconocimiento, la territorialidad, la pertenencia y la permanencia que, como categorías, se encuentran adheridos a los elementos culturales tangibles y subjetivos constituyentes de un universo simbólico (Schwartz, 2008; Bonfil, 1997). La identidad cultural es inherente a la propia evolución humana en sus interminables procesos de homogeneización y dominación, así como los de diferenciación y resistencia que permiten este constante divagar entre lo que se comprende e instala como propio y ajeno (Huntington, 2004; Butler, 1999).

Estos procesos suscitarán acuerdos de percepción e interpretación de la realidad, a manera de mundos familiares, propiciados en el encuentro con el Otro. Un encuentro que determina una serie de características espaciotemporales desde la transformación imaginativa del pasado, el actuar aquí y ahora, hasta la idealización de una visión prospectiva. De esta manera, se propicia la pertenencia como forma de apropiación y la permanencia como vínculo con el tiempo, revelándose en ambas, tanto lo propio como la memoria, que se establecen en un espacio de acción o territorio. La memoria para Tzvetan Todorov (2000) es una interacción entre el olvido y lo conservado; no es recuerdo ni nostalgia, es dejar de lado el hecho para constituir desde la experiencia [1] un acontecimiento (Villar, 2016; Halbwachs, 2004).

La participación del Otro promoverá el reconocimiento desde tres formas: el reconocimiento de Uno mismo, el reconocimiento del Otro y como el Otro me reconoce; fomentándose así, un necesario actuar intersubjetivo y coexistente. Esta participación propicia la mencionada unidad, obviándose las dicotomías y entendiéndose la identidad, en el sentido de John Tomlinson (2009), como interconectividades culturales dadas en diferentes escalas de influencia que alteran o consolidan sus características inmanentes.

Bajo estos conceptos, la identidad ha erigido históricamente dos discursos; uno que escarba en la genuinidad y las esencias, denominado esencialista, que conduce a entendimientos únicos e inherentes a cada grupo humano, evidenciando su particularidad y evitando todo vínculo externo; y otro, denominado construccionismo, que admite alteraciones, integraciones y rupturas de un proceso siempre incompleto y que desestima las búsquedas espirituales, ahí donde precisamente se descifran una serie de acciones trascendentales del ser humano (Cerutti, 2006). El construccionismo otorga, además, variantes apreciadas principalmente en sociedades dependientes, denominados discursos pragmáticos y discursos experienciales, que inciden en lo utilitario, lo ético y lo racional, como forma natural de acceder a lo identitario. Igualmente, en estas sociedades dependientes, es recurrente el adoptar las identidades de las culturas dominantes en desmedro de las locales, empleando dichos modelos como vía para alcanzar una impostada vigencia, la cual es denominada identidad dependentista (Grimson, 2004). Finalmente, como condición reflexiva, se admite la negativa hacia establecer una identidad apriorística, considerándose lo deliberado como una reificación del concepto, pero que no niega dentro de una proyección abstracta e intercultural, la eventual aparición de ciertas particularidades (Brubaker y Cooper, 2001).

La construcción del universo simbólico

Si bien es cierto que en el último siglo las sociedades occidentales han discurrido por el camino trazado por el positivismo y el cientificismo, no es menos certero que, históricamente, las sociedades han logrado alcanzar el sentido de plenitud, mediante experiencias y vivencias que emanaron de sus dimensiones simbólicas resguardadas en la memoria; permitiendo en ese acontecer, instituir una particular manifestación identitaria. “Identidad […] implica por un lado un relato que utiliza solo algunos de esos significados presentes en las formas simbólicas mediante un proceso de selección y exclusión, y por otro, solo algunos sentimientos, especialmente de lealtad y fraternidad” (Larraín, 2017, p. 45). La identidad, constituye un proceso histórico, intersubjetivo, proyectivo y simbólico que permite revelar mitos, recuerdos, utopías y valores heredables y apropiables, que los hace pertenecientes y permanentes; muy a pesar, del despliegue de una serie de eventos confusos en el tenso encuentro con el Otro, provocando nuevas estructuras significantes que la revelan como categoría imprecisa pero paradójicamente fundamental (Smith, 1997; Barthes, 1993).

En todo el mundo habitado, en todos los tiempos y en todas las circunstancias, han florecido los mitos del hombre; han sido la inspiración viva de todo lo que haya podido surgir de las actividades del cuerpo y de la mente humana. No sería exagerado decir que el mito es la entrada secreta por la cual las inagotables energías del cosmos se vierten en las manifestaciones culturales humanas (Campbell, 1972, p. 11).

Es esencial entender estas experiencias y vivencias, no como hecho, sino como acontecimiento, fundando la referencialidad como interpretación o reinterpretación de la carga cultural acumulada, encontrando en lo simbólico, expresiones donde se instauran los mundos imaginables, sensibles e inteligibles que, en la confluencia con la razón, en tanto mundo real, auguren lo sempiterno (Ortiz-Osés, 2004; Baudrillard, 2003). Un proceso crítico y natural de decantación que, como visión particular del mundo apunta a alcanzar, en tanto simbólico, la capacidad de lo indescriptible que se descubre en el mito, el arte y la religión (Cassirer, 2014).

La conformación del universo simbólico en el acceso a la plenitud del sentido encarna lo existencial, en una apertura hacia una serie de experiencias multimodales encontradas en el mundo imaginal de Henri Corbin (2006); la geografía sagrada de Mircea Eliade (1987); los espacios simbólicos de Alejandro Grimson (2011) o el imaginario simbólico de Gilbert Durand (1968). Estas experiencias al ser realizadas por una sociedad fomentan lazos identitarios que, en esencia, debería lograr “la comprensión entre los hombres de culturas y épocas diferentes” (Schwarz, 2008, p. 53).

En este sentido, el universo simbólico al no desatender lo racional, lo incorpora junto a las distintas experiencias espirituales, promoviendo desde la intuición y la interioridad, la coincidencia de opuestos, expresado en el equilibrio indisoluble entre lo particular y universal, lo propio y ajeno, lo material y espiritual, la memoria y la utopía; que renuevan la visión del mundo ideal y real, y de sus valores como dimensiones que promueven la unidad (Cassirer, 2014; Schwarz, 2008).

El universo simbólico, se va constituyendo por actividades que van determinando patrones culturales fijados en los modos de vida, los objetos construidos, las expresiones emocionales, los imaginarios colectivos, las expresiones artísticas o las cosmovisiones; adquiriendo un valor expresado por y para la sociedad, sea este rememorativo, utilitario, ético o emocional. Un valor que no solo es reconocido por Unos, sino que también puede ser concedido por Otros, fomentando diversas estructuras identitarias, perteneciendo, reconociéndose o ausentándose en un sinnúmero de ellas (Grimson, 2011). “Un individuo puede habitar y habita diferentes espacios (territoriales o simbólicos), puede cambiar de creencias o de prácticas más fácilmente que lo que puede incidir para que cambien las creencias de las configuraciones culturales de las que participa” (Grimson, 2011, p. 94).

Las categorías de este universo simbólico desarrollado por la alteralidad, la memoria, la referencialidad, el valor expresado y la visión a futuro, le permitirán a María Gabriela Villar (2016) señalar tres maneras de abordar una identidad cultural. La primera, a través del bagaje cultural acumulado que conforma la memoria colectiva. La segunda, por las formas en que los saberes e ideas entran a formar parte de las representaciones sociales y de cómo la estructura social interviene en la constitución, modificación o reelaboración de dichas representaciones. Por último, una tercera manera, desde la relación entre las prácticas sociales y los modos de comunicación social que transmiten valores, conocimientos, perspectivas y modelos de conducta.

Apropiación y Autenticidad

Tradicionalmente los procesos de búsqueda de la identidad cultural, entre ellas las latinoamericanas, se han formulado a través de antagonismos entre las culturas dominantes y dependientes; respondiendo estas últimas, mediante procesos que Edward Said denominaría las culturas de la resistencia. Dicotomías del tipo moderno-tradicional, centro-periferia, particular-universal o propio-ajeno; testimoniaron las problemáticas de reconocimiento, detectando ocasionalmente otras perspectivas de solución, cuando paradójicamente se lograba el acople entre la cultura local y la cultura externa. Una reconciliación que permite a la cultura local la permanencia y la pertenencia de sus dimensiones simbólicas, siendo sincrónicamente reinventada con las posibilidades que brindan las culturas externas (Ricoeur, 2002).

Esta posibilidad que permite la unidad, se sitúa principalmente en el ejercicio crítico y objetivo de dos modelos de un mismo desarrollo material y espiritual, como son la apropiación y la autenticidad. Guillermo Bonfil (1997) y Alain Touraine (1997) señalarán que lo apropiado es la manera de lograr un equilibrio entre los elementos culturales propios y ajenos que, en la toma de decisiones y de propuesta, definan una cultura que encuentre el equilibrio sin desacreditarse mutuamente. Apropiado igualmente, en el triple sentido señalado por Cristian Fernández donde se constituye lo propio, lo que uno puede tomar del Otro y lo que se considera oportuno mantener.

Apropiación en cuanto “adecuada a nuestra realidad”, pues nuestro cometido no es otro que servirla creativamente, encontrando en ella la inspiración material y poética de nuestra forma arquitectónica. Apropiada en cuanto “hecha propia”, pues la modernidad contemporánea nos entrega un rico panorama de ideas, ciencias, técnicas e incluso modelos que, selectivamente considerada su convivencia a nuestra situación, y si es el caso, adaptados a ella, pueden y deben ser “hechos propios” a nuestro acervo. Apropiada en cuanto “propia”, pues con todo, nuestra modernidad presenta también situaciones exclusivamente peculiares, donde la creatividad estrictamente “propia” es insustituible (Fernández, 1990, p. 71).

Considerando los modos de apropiación cultural en los procesos pluriculturales e interculturales, el concepto de autenticidad [2] surge y se desarrolla como la oportunidad que concilia la toma de decisiones de manera coherente en su espacio-tiempo, reconociendo todas y cada una de las manifestaciones culturales que han surgido y que emergen de manera espontánea o deliberada logrando un desarrollo autónomo. Para Charles Taylor (1994), la autenticidad es un ideal moral que persiste desde la modernidad hasta los modos actuales de convivencia.

En esta contingencia, se propone entender la autenticidad y la apropiación como dos maneras complementarias y necesarias de un proceso de diálogo intercultural que, como señalara Touraine (1997), posibilite a las culturas locales salir favorecidas, detectando modos encubiertos de dominación y obviando las resistencias exacerbadas sin que estas afecten “los conceptos de pertenencia, permanencia, espacio y reconocimiento sobre los cuales se desarrollan, establecen, replantean y transmiten las identidades culturales” (Castañeda Silva, 2020) (Diagrama 1, en la página siguiente).

La autenticidad al igual que la apropiación consideran necesario conservar, reformular o si fuese el caso renovar las condiciones identitarias, de tal manera que siempre responda a las necesidades naturales, tangibles, espirituales o simbólicas que, en conjunto, conforman los valores de la sociedad. Lo auténtico y lo apropiado señalarían así, tanto el actuar desde el juicio crítico propuesto por Juan Bautista Alberdi [3] como la propuesta del Ser Auténtico para Leopoldo Zea (1974), en la justa confluencia de ambas categorías.

La arquitectura como componente de la Identidad

Las manifestaciones culturales cuentan con elementos tangibles y espirituales los cuales han permitido vínculos entre individuos de una misma sociedad que, en el devenir del tiempo y mediante el reconocimiento, definieron modos permanentes e identificables de un código particular, como articulador físico, mental y social (Lefebvre, 2013). Uno de estos elementos definidos como objeto o recurso cultural universal es la Arquitectura; expresión y testigo del desarrollo de una sociedad, la cual produce y reconoce estos códigos, a través del uso de sus espacios, su presencia en las tradiciones orales y escritas, referenciada como hito histórico y muestra tangible del desarrollo humano; permitiendo crear imaginarios colectivos y lazos afectivos, sujetos a apropiaciones que constituyen la identidad cultural (López Soria, 2017; Lefebvre, 2013; Halbwaschs, 2004; Gutiérrez, 1997).

El existir/habitar propio del hombre y solo de él no puede darse sin la presencia de lo simbólico, y en traer a la presencia física lo simbólico o en hacer que lo simbólico resplandezca en presencia material consiste esencialmente la arquitectura. Por eso decimos que la arquitectura es instituyente de lo social, y consiguientemente, de lo humano (López Soria, 2017, p. 132).

La Arquitectura como conformante y determinante de una identidad tiene la capacidad de establecer vínculos emocionales y vivenciales (Grimson, 2011; Corbin, 2006; Halbwaschs, 2004), manifestándose como parte de una memoria colectiva, enlazándose tradicionalmente al lugar fenomenológico y metafórico [4], donde precisamente se erige dicha memoria (Curtis, 2007; Frampton, 2000; Norberg-Schulz, 1998). En este proceso, Ignasi De Solá-Morales (1998) apunta que el objeto arquitectónico, trasciende su propia disciplina transformando la memoria y visualizando el devenir, no descartando lo mitológico ni las realidades, sino más bien hurgando en ellas para poder tener la capacidad de decodificarla (conservar, reinterpretar y transformar), asentándose al interior de los espacios culturales que le otorgarán el carácter simbólico.

La manera de concebir, percibir y construir el lugar, es, hoy, como lo era ayer y como lo será mañana, la misma. […] Es decir seguiremos conociendo el lugar a través del mito (status, estilo de vida, ideologías, etc.) mezclando sueños y sensaciones, realidades e idealidades. […] Aunque hoy el sueño a veces se llame ciencia, no por ello pierde su fuerza mítica, o sea su capacidad de animar un esfuerzo de transformación y crítica del medio físico y social (Muntañola, 2001, p. 19).

Este proceso implica además establecer, como bien señalaría Juan Acha (1979) para el arte o Antonio Miranda (1999) para la Arquitectura, que los objetos arquitectónicos no responden únicamente a su autor ni al espacio-tiempo de realización de la obra, sino que esta se actualiza constantemente en los contextos conformados, desplegando una serie de inagotables re-interpretaciones y escapando a los distintos juzgamientos producidos, determinando un objeto polisémico y, por lo tanto, partícipe transformador de las categorías identitarias.

La hermenéutica practicada en tal sentido, en tanto arquitectura componente de una identidad cultural, aborda el enlace entre los ejes estético, ético y científico como articuladores de la Arquitectura (Muntañola, 2001, p. 15), así como también, permite captar el espíritu de una realidad comprendida, otorgando valores rememorativos, contemplativos, utilitarios, históricos, estéticos, entre otros; que finalmente desde el imaginario, lo creativo y el diálogo determinan su sentido o plenitud hacia un particular universo simbólico (Diagrama 2, en la página siguiente).

Arquitectura en el Perú. Siglo XX

La mirada propuesta pretende realizar una breve revisión crítica de como la arquitectura en el Perú, enfocó el tema de la identidad durante el siglo XX, entendida como construcción de un universo simbólico en tanto modelo auténtico y apropiado. En este sentido, se transita paralelamente con las ideologías y contextos que verifican similitudes con el derrotero latinoamericano del cual se retroalimenta. Cuestionarse por lo propio desde la Arquitectura, será un medio de resistencia contra la dependencia de la cual no ha podido desligarse, permitiendo erigir sincrónicamente esencialismos exacerbados, dudas, pesimismo y alienaciones “Nada garantiza que aquello que consideramos ‘propio’ sea necesariamente bueno y debamos mantenerlo a toda costa, sólo por el hecho de ser propio” (Larraín, 2017, p. 132).

El proceso establece cuatro momentos constantemente superpuestos; el primero de ellos revalorando los esencialismos neoindigenistas y neocolonialistas de las primeras tres décadas; un segundo momento entre los años cuarenta y sesenta ceñida a una impostación positivista, una inocua modernización y una reticencia hacia lo simbólico; un tercer momento sujeta a los militarismos de los años setenta, el desborde popular y las perspectivas posmodernas y, finalmente, un momento de crisis nacional, mestizaje y giro cultural desde los años ochenta hasta el final del período establecido.

Si bien la línea expuesta se ciñe a un tiempo cronológico, algunos conceptos vertidos serán transversales y otros logran una importante continuidad mostrándose, hasta cierto punto para el contexto, como universales. Así, categorías como el barroco peruano y la modernidad apropiada irán moldeando distintas y parciales denominaciones como son lo peruano, lo nacional, la identidad o lo tradicional que evidencian falta de claridad epistemológica, pero que manifiestan intuitivamente la presencia del concepto.

Del primer momento, se evidencia la necesidad de encontrar respuestas a la pregunta ¿quiénes somos los peruanos?, girando alrededor del primer centenario de independencia (1821) y la urgente reconstrucción nacional que incluya respuestas y responsables de la derrota en la Guerra del Pacífico (1879-1884). Se impulsa una conciencia nacional mediante el indigenismo como modelo reivindicativo, afectivo y social, encontrando desde la Arquitectura acercamientos mediante la imitación de formas heredables de un pasado pre-hispánico, denominándosele Neo-Inca [5] “el progreso del Perú será ficticio, o por lo menos no será peruano, mientras no constituya la obra y no signifique el bienestar de la masa peruana que en sus cuatro quintas partes es indígena y campesina” (Mariátegui, 1928, p. 37). En ese mismo sentido, emergería la arquitectura neocolonial, como estilo antagónico del neoprehispánico y versión progresista; manteniendo acercamientos a la política hispanista y conservadora que, en el Arte y la Arquitectura, promovería la idea de una herencia colonial, el mestizaje y el arte Barroco. Paralelamente a estos estilos, que se difundieran igualmente en Latinoamérica; se conformaría una tercera corriente denominada neoperuana, que intentaba conciliar las anteriores propuestas, pero con similares intereses alrededor de lo formal, epidérmico y figurativo (Fotografías 1 y 2).

Fotografía 1
Palacio Municipal (1939-1944) en estilo neocolonial. José Álvarez Calderón y Emilio Harth Terré.
Fuente: fotografía de archivo personal del autor (2018).
Fotografía 2
Museo de Arqueología (1940) en estilo neoperuano. Héctor Velarde.
Fuente: fotografía de archivo personal del autor (2018).

En este primer momento, los proyectos de una revaloración del indígena o el fomento de un proyecto liberal hispanista fueron netamente esencialistas y reduccionistas, donde una ideología excluía a la otra para lograr constituir un universo simbólico, fundado en lo genuino de las tradiciones, cosmovisiones y símbolos propios. La arquitectura estuvo lejana de fomentar una propuesta de reinterpretación coherente, decantándose por lo imitativo e interpretaciones irreflexivas. Muy a pesar de que autores como Elio Martuccelli (2017) o Pedro Belaunde (1994) afirmen que sí hubo una propuesta teórica; esta pareciese imprecisa, cuando los arquitectos no tendrían reparos en utilizar cualquiera de los estilos mencionados o, que el neoprehispánico se haya dejado de lado como estilo, a partir de los requerimientos clientelistas que veían en él, una cultura vapuleada e involucrada con una raza inferior como la indígena [6].

Pese a la coyuntura, se rescata la atención que pondría Héctor Velarde (1937) a la sociedad peruana, a la cual señalaba como un mundo lleno de exuberancias, sincretismos, contradicciones y propensa a la enajenación, la imitación y gestora de dudosos gustos personales, que en su conjunto conformarían el espíritu barroco peruano. Este concepto, Velarde lo acoplaría a la arquitectura como un modelo de carácter esencialista que, paradójicamente, se nutre de la memoria colectiva, de los atributos del lugar, de la apropiación de otras culturas y de aquellos dudosos gustos personales que acentúan un estilo arquitectónico peruano desde una coincidencia de opuestos; resultado de la expresión de una sociedad auténtica barroca y de la intuición personal. Velarde pese a instalarse en el positivismo, no desestima enriquecerse con la filosofía espiritualista de la época, promoviendo lo imaginario y lo creativo como condición de una estética y ética del barroco peruano en tanto sentido de plenitud.

Los factores físicos y espirituales de nuestro medio no tienen aún la fuerza suficiente para poder crear un estilo definido, original y en absoluta armonía con el medio, pero estos factores si tienen las características necesarias para saber a lo que a nuestro medio conviene y puede ser adecuado como estilo arquitectónico (Velarde, 1937).

El segundo momento, devino en una modernidad lejana y utópica de un país fragmentado y subdesarrollado, carente de las condiciones industriales de las sociedades europeas a pesar del bienestar y desarrollo económico que supuso la importación de materias primas durante el período entre guerras (1933-1945). En ese escenario, se adopta la arquitectura moderna con veinte años de retraso como reemplazo del estilo neocolonial vigente, desestimando las búsquedas particulares en favor de la abstracción y la homogeneidad universalista a las cuales la sociedad peruana se vuelve renuente. No obstante, los aires de modernidad, resultado de imitar las formas del international style –algunas obras de Enrique Seoane (Fotografía 3) y proyectos como los de José L. Sert (Figura 1) desde lo intuitivo, la vivencialidad y lo deliberado– encontrarían en el clima, la teluridad, las costumbres, el bagaje cultural y la mirada a la arquitectura moderna brasileña; recursos para dotar a la arquitectura de particularidades que le otorgue un sentido de plenitud sin perder la racionalidad que le otorgaba actuar desde la autenticidad y la apropiación.

Fotografía 3
Iglesia de Ancón (1943) en estilo neocolonial, pero con formas más abstractas propias de la arquitectura moderna. Enrique Seoane.
Fuente: fotografía recuperada de https://ancon1.com/la-iglesia-de-san-pedro/
Figura 1
Modelo de vivienda típica. Arquitectura moderna que toma como particularidad las costumbres de una sociedad en el tránsito de lo rural a lo urbano, reflejado en el patio central, el clima desértico y los usos familiares.
Fuente: Freire (2013).

Durante este período, a pesar de la reticencia señalada, Luis Miró Quesada [7] desde su publicación Espacio en el tiempo (1945), fijaría la manera en que la Arquitectura se establece como apropiada. Miró Quesada propone una conciliación, en sentido ricoeuriano, de una arquitectura reinterpretada, que sin dejar de ser moderna acople elementos tradicionales, motivando así un discurso construccionista que apela a la memoria como rescate y a la experiencia para desarrollar su imaginería. El discurso referirá a las tipologías arquitectónicas del pasado como encuentro con el espíritu de la época en sentido hegeliano, que no se torna esencialista, sino que se desarrolla como conocimiento y aporte a lo universal desde una transformación sensible y creativa.

[Debe volverse, como en el tiempo de la Colonia, a vivir en patios…] balcón de cajón, que se hace característico de la arquitectura limeña, y que encuentra su afiligranada belleza en una exacta adecuación a su función, al material y al régimen social (Miró Quesada, 1945, p. 214).

El discurso de la modernidad apropiada de Miró Quesada antecede los conceptos del Genius Locci de Christian Norberg-Schultz, los del Regionalismo Crítico de Keneth Frampton y los conceptos vertidos en los Seminarios de Arquitectura Latinoamericana, como replanteo en la Arquitectura que, sin perder su carácter utilitario, propio de la arquitectura moderna, emplaza una autenticidad y fomenta la apropiación desde lo ecléctico, el bagaje cultural, el contexto y sus temporalidades. Lo apropiado se resguarda en la razón y lo objetivo, para instalar sus categorías estéticas y éticas como conformantes de su dimensión simbólica que permite la unidad.

Seamos eclécticos, usemos en su debida forma, con igual empeño, y en el lugar y con la orientación que el estudio del clima nos lo indique, los modernos y los modernizados elementos, y dejemos que surja de allí, con la incontrastable belleza de la verdad, una arquitectura nueva y propia. Que surja cual brote telúrico una moderna arquitectura (Miró Quesada, 1945, p. 76).

El racionalismo y la insulsa abstracción no terminarían de ser bien acogidos incluso por la propia institucionalidad académica y profesional, dando paso a elementos visuales asociados a la referencialidad arqueológica, que continúa siendo el referente más importante de vínculo con lo peruano. Nuevamente, se tomarían prestadas formas y figuras pasatistas que fungirían de maquillaje de la obra moderna como simbiosis ingenua de la memoria, lo heredable y lo genuino, obviándose todo lo aportado por los discursos de Miró Quesada y Velarde.

Una simbiosis que, no obstante, resultaría una visión particular del mundo, en la manera apropiada de fomentar la unidad entre lo moderno y lo tradicional, entre lo universal y particular, y que pudo ser detectado intuitivamente por dos arquitectos extranjeros como lo fueron el italiano Mario Bianco y el suizo Teodoro Cron. Ambos fomentarían una forma peculiar de entender el espíritu barroco instalado desde la racionalidad y la funcionalidad de lo moderno, que incorpora motivos alojados en la memoria colectiva, las experiencias y vivencias que, sin escapar de la referencialidad arqueológica o histórica, permiten un acto de transformación y reinterpretación sublime expresado en recorridos, visuales, texturas, formas, espacios y proporciones (Fotografías 4 y 5).

Fotografía 4
Facultad de Arquitectura de la UNI (1951) de estilo moderno con elementos sutiles evocativos de la arquitectura prehispánica. Mario Bianco.
Fuente: fotografía de archivo personal del autor (2016).
Fotografía 5
Edificio de apartamentos en la calle Roma (1949) de estilo moderno con elementos evocativos de la arquitectura republicana. Teodoro Cron.
Fuente: fotografía de archivo personal del autor (2016).

Los años sesenta promoverán el sueño de la Nación Latinoamericana y una importante discusión sobre la autenticidad en sociedades dependientes por parte de Leopoldo Zea (1974) y Augusto Salazar Bondy (1971; 1968). La convergencia, la negación al pasado, lo indígena, el ser humano proyectivo y los plagios a la cultura occidental, como cuestionamientos irresolutos, solo quedarán en los ámbitos académicos siendo poco abordados tanto en las políticas de Estado como en la arquitectura peruana. Sobre la dependencia y la identidad, será importante la propuesta de autores como Emilio Harth-Terré (1963) y Antonio San Cristóbal (1999; 1992; 1988), quienes defenderían la autenticidad y originalidad de la arquitectura y el arte barroco andino como verdadero mestizaje cultural; manifestaciones que emergieron en lo local desde lo utilitario, la experiencia, lo pragmático, lo cognitivo y las cosmovisiones, fomentándose un universo simbólico gestado expresamente desde la realidad.

Mestizos eran no solo por mezcla de sangre sino por razones del clima y del lugar ambiental. […] La americanización fue sentida en su alma como una nueva corporeidad espiritual que, en el arte, aún no fuese sino decorativo y suntuario, y levemente restructurado al viejo hispano, dio iguales muestra de conyugo de lo occidental europeo con lo genuino americano (Harth-Terré, 1963, s/p).

La postura contingente hacia una autenticidad e identidad latinoamericana por parte de Zea (1974), durante este período, calaría en la arquitectura realizada en el Perú a través del discurso de José García Bryce (1962), quien negaría todo el establecimiento apriorístico de una arquitectura peruana, promoviendo más bien, el esfuerzo por realizar una buena arquitectura. García Bryce asume e impulsa el positivismo en la Arquitectura a través de la razón, la técnica y lo utilitario, descartando toda insinuación o conformación de una categoría identitaria alrededor de lo climático, lo geográfico, lo histórico y lo cultural. De esta forma, la buena arquitectura se conduce en el mismo sentido de la modernidad apropiada de Miró Quesada (1945) al priorizar la finalidad utilitaria, lo universal y la honestidad como una nueva perspectiva de la autenticidad.

¿Hay una arquitectura moderna peruana?, la contestación podría ser: no interesa que haya o no una arquitectura peruana. Lo que interesa es que hoy, en el Perú, nos empeñemos –y no solo los arquitectos– en hacer y en que se haga buena arquitectura. Al ser buena, esta arquitectura se adecuará al sitio y a la época en forma espontánea y natural, sin necesidad de recurrir a un criterio de peruanismo establecido a priori, que fue el equívoco romántico (García Bryce, 1962, p. 201).

En este período se intensifican las migraciones desde el campo hacia las periferias y las zonas urbanas degradadas, la cuales son tomada de una manera informal e ilegal por los nuevos ciudadanos. Esta incontrolable realidad, daría paso al Concurso de PREVI [8] (1967-1978); un concurso internacional sobre vivienda popular autoconstruida, que a pesar de los grandes aportes que referían precisamente a la pertenencia y el reconocimiento de la vivienda como elemento simbólico y como guardián de la memoria colectiva, no fue continuada como propuesta teórica para el tema de la identidad cultural. La racionalidad como elemento integrador, las costumbres como significados revelados y relevantes, la marginalidad, la vivienda tugurizada, el crecimiento familiar, la transformación del espacio interior, el espacio urbano, el territorio y los patrones de asentamiento como dimensiones simbólicas; quedaron desestimados como preocupación política y arquitectónica.

En este tercer momento, la identidad será manipulada por la dictadura para generar un discurso distendido de nacionalismos, revaloraciones étnicas y culturales, antioligarquismos y recobros territoriales. Discursos que calan en los pueblos rurales y los suburbios, que se han sentido marginados y con resentimientos hacia las clases élites y políticas, que verán en las referencias prehispánicas los fundamentalismos de una vacua promesa militar. La arquitectura se rinde al servilismo durante dos décadas (1962-1980) al ser el gobierno militar su principal cliente, quien determina las maneras en que se debe realizar un estilo peruano. La imagen de fortaleza y masculinidad expresado con el estilo brutalista, las ideas de nacionalidad en la expresión de formas prehispánicas masivas, trapezoidales, piramidales y aterrazadas; encubren los fundamentalismos, llenándolo de signos, símbolos y significados esencialistas, creando una memoria colectiva forzada e impuesta que determinaría la forma de actuar y expresar autenticidad.

Finalmente, un cuarto momento, con una instaurada posmodernidad y la vuelta a la democracia desde 1980, no serían motivos suficientes para eludir una grave crisis como consecuencia del accionar violento de grupos terroristas, la hiperinflación económica y la acelerada migración rural hacia la capital; que darían paso a una recomposición nacional con un retorno traumático a la estabilidad social y económica desde mediados de los años noventa. El proceso migracional marcaría la consolidación de una nueva cultura fruto de las tradiciones provincianas y la precaria modernidad capitalina a la que se le denominó chicha [9], que reformularía la economía nacional y forjaría expresiones artísticas de una demanda inusitada, dejando atrás complejos estéticos en el marcado rechazo de la urbe tradicional (Ludeña, 2013). La identidad cultural, se percibirá como un modelo derrotista, agraviado y con profundas fracturas sociales. Un desalentador panorama que evidenciará un cambio de rumbo al ingreso del nuevo siglo con la conformación, entre otros, de una identidad desde lo chicha y el resurgir de los regionalismos.

La Arquitectura en el acercamiento al tema identitario, se nutrirá de los Seminarios de Arquitectura Latinoamericana acuñando términos como el de modernidad apropiada, modernidad auténtica, espíritu del lugar y la época, entre otros, que le permiten acoger el regionalismo, el contextualismo y el historicismo. Sin embargo, desde una perspectiva singular; Augusto Ortiz de Zevallos (1990; 1981; 1980) y Miguel Cruchaga (2013; 1993) revaloran la creatividad, los afectos y lo intuitivo, como modos subjetivos de evocar una cultura local para dotarla de significados expuestos en la obra y que deben ser vivenciados e interpretados por la sociedad. El universo simbólico se manifiesta en una reinterpretación del espíritu barroco y en una deliberalidad en el actuar proyectual, que no se torna solipsista en tanto se exprese desde la apropiación y lo autenticidad.

Ambos autores criticarán a la modernidad abstracta y a la contingencia de la buena arquitectura, extraerán ideas del discurso de Velarde y Miró Quesada, difundirán las obras de Cron, Bianco y Seoane, así como los de la arquitectura moderna mexicana y brasileña; encontrando en todo ello, la pertinencia de establecer una identidad cultural desde la arquitectura, pese a los riesgos que conlleva el uso de la deliberalidad devenida en esnobismo y falsos localismos.

Lo deliberado sería llevar un friso de una época y traerlo a un proyecto ahora; pero si al contrario de eso, lo que hago es hacer real un sueño con un instante de mi infancia que fui feliz en un entorno dado y lo cuento con esa exageración de la que hablábamos, eso es hacer una arquitectura con identidad. No identidad deliberada, sino identidad mágica, creativa y por supuesto espontánea (Cruchaga, conversación personal el 26 de setiembre de 2013).

La arquitectura desde la teoría, aun es reticente a explicar e incorporar la arquitectura de las periferias y suburbios, pese a mostrar categorías identitarias propias, que se empezarán a descifrar desde los discursos de Jorge Burga (Alvariño y Burga, 2001; Burga, 1993; 1992; 1988) y Juan Tokeshi (1999). La obra, aun se explica desde una arquitectura oficial que percibe la identidad cultural desde el contextualismo, permitiendo acercamientos a la memoria colectiva, el respeto por la historia y el vernacularismo, produciendo así, heterogéneas maneras de interpretación de la carga cultural a manera de experiencia y vivencia, logrando ese encuentro entre lo atemporal y su vigencia contemporánea. Esto se verá reflejado en las austeras obras de la Capilla de la Reconciliación de Oscar Borassino (Fotografía 6) y el Banco Agrario del Cusco de Cooper, Graña y Nicolini; y en la incorporación de elementos arqueológicos, históricos y vernaculares en la casa Ghezy de Juvenal Baracco, el Hotel La Posada del Puente de Álvaro Pastor, el Museo de Túcume de Jorge Cosmópolis, el Museo Tumbas Reales de Celso Prado (Fotografía 7), el Multifamiliar Ayax Hispánica de Emilio Soyer (Fotografía 8) y extrañamente, en una autoproclamada forma de peruanidad en el Conjunto Habitacional Chabuca Granda (1983) de García Bryce (Fotografía 9), lejana de su postura contingente mostrada hasta este período “era hacer una arquitectura en la que se recogieran algunos de los aspectos tipológicos de la Lima antigua […] hay una deliberada asunción de formas y de un espíritu que debe buscar una continuidad con el entorno urbano” (García Bryce citado en Doblado, 1990, p. 94).

Fotografía 6
Capilla de la Reconciliación (1992), mimética arquitectura contextual. Oscar Borasino.
Fuente: fotografía de archivo personal del autor (2018).
Fotografía 7
Museo Tumbas Reales del Señor de Sipán (1996), arquitectura con expresiones arqueológicas. Celso Prado.
Fuente: © Bernard Gagnon (2014), Wikimedia Commons, CC-BY-SA 3.0.
Fotografía 8
Edificio Multifamiliar Ajax-Hispánica (1983), arquitectura con elementos evocativos prehispánicos. Emilio Soyer.
Fuente: fotografía de archivo personal del autor (2020).
Fotografía 9
Conjunto Habitacional Chabuca Granda (1983), arquitectura figurativa de la época republicana. José García Bryce.
Fuente: fotografía de archivo personal del autor (2016).

Conclusiones

Es posible constatar desde la arquitectura peruana, que el tema de la identidad cultural se erige como el eje central del discurso y la obra durante el siglo XX. Un proceso por entender y determinar lo propio desde la perspectiva de una sociedad dependiente que bascula entre momentos tensos de vitalidad con los de contingencia y confusión. Pese a ello, es factible encontrar derroteros que permiten instituir el concepto identitario desde la perspectiva del universo simbólico como unidad, en tanto incorporación de lo auténtico y lo apropiado.

En este contexto, tanto el primer momento alrededor de los neocolonialismos y los neoprehispanismos, y el tercer momento alrededor de la etapa dictatorial, se muestran como espacios llenos de vitalidad, pero que fueron expresión de esencialismos y reduccionismos que, en atención a lo afectivo, devinieron en objetos figurativos fruto de procesos poco cavilados que interpretaban lo auténtico en tanto genuino y heredable y lo apropiado como exacerbación del idealismo y lo propio.

La poca capacidad interpretativa del período distante del imaginario, lo creativo y el diálogo, explica el discurso contingente de García Bryce como reticencia a lo producido, estableciendo la necesidad de devolverle a la Arquitectura un actuar bajo la autenticidad exclusiva de la disciplina en tanto objeto racional y utilitario. Su ideología expresa igualmente un cuestionamiento a la inocua modernidad instalada, por lo que se entiende su atención a las circunstancias contextuales y su extraño viraje hacia la deliberalidad en su obra y discurso posterior (Doblado, 1990). De igual manera, la modernidad apropiada de Miró Quesada (1945) y las obras de Seoane, Bianco y Cron, como cuestionamiento a la modernidad, aun con la incorporación de elementos figurativos, permiten encontrar el equilibrio en la búsqueda intuitiva de la unidad,que se expresa desde la deferencia a lo contextual y la memoria colectiva, permitiendo así, la construcción de un universo simbólico en esta anhelada coincidencia de opuestos.

En este sentido, la propuesta alrededor del espíritu barroco peruano es la que mejor interpreta la unidad, aun con cierta prevalencia del ingrediente local, lo cual resulta apropiado y auténtico en una sociedad que ha encarnado la cultura, la geografía y las tradiciones como su universo simbólico. Este carácter no desestima la racionalidad, el pragmatismo y la utopía que, paradójicamente, son factores iniciales y constituyentes de las dimensiones simbólicas de la cultura y la arquitectura peruana.

Tanto los discursos de Velarde, Ortiz de Zevallos, San Cristóbal y Cruchaga, así como las obras del segundo y cuarto período, que giran alrededor del espíritu barroco peruano y la modernidad apropiada, detectan este proceso natural de la arquitectura peruana permitiendo que desde la inventiva, el intelecto, la experiencia y los recursos que provee el contexto; se resuelvan necesidades específicas de una sociedad como realidad misma, determinando en ese quehacer de la experiencia, la vivencia y la venturosa apropiación, transformar el hecho en un acontecimiento, reafirmándose y enriqueciéndose así, el universo simbólico.

Finalmente actuar desde la unidad que acontece desde el universo simbólico, permite descubrir y redescubrir el rol espiritual y utilitario de la Arquitectura, accediendo al sentido de plenitud de las sociedades como trasformación y reinvención de sus dimensiones simbólicas en tanto manifestación apropiada y auténtica. Una propuesta de identidad cultural que sea acorde para su contexto espaciotemporal y vigente para ser interpretada por todas las culturas de todos los espacios y tiempos ■


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NOTAS

1.  Darío Betancourt Echeverry citando a E. P. Thompson define dos tipos de experiencias: la experiencia vivida y la experiencia percibida. “La primera involucra aquellos conocimientos históricos, sociales y culturales que los individuos, los grupos sociales o las clases ganan, aprehenden al vivir su vida, elementos que se constituyen en los nutrientes de sus reacciones mentales y emociones frente al acontecimiento. De otra parte, la experiencia percibida comprende los elementos históricos, sociales y culturales que los hombres, los grupos, las clases, toman del discurso religioso, político, filosófico de los medios, de los textos, de los distintos mensajes culturales, en una palabra, del conocimiento formalizado e históricamente producido y acumulado” (2004, p. 127).


2.  Sobrevilla sobre la autenticidad precisa: “Heidegger ha sido el primero que ha hablado en filosofía de Eigentlichkeit y Uneigentlichkeit, palabras que han sido vertidas al castellano por autenticidad e inautenticidad o por propiedad e impropiedad. En Ser y Tiempo sostiene que el ‘ser ahí’ es en cada caso su posibilidad y que por ello puede elegirse a sí mismo, ganarse o también perderse. En el primer caso es auténtico o propio y en el segundo inauténtico o impropio. En El Ser y la Nada, Sartre ha interpretado este planteo en el sentido de que Heidegger clasifica a los proyectos humanos en auténticos e inauténticos y se ha pronunciado en contra y en favor de una elección más fundamental: por la elección originaria del hombre a la que denomina libertad” (1973, p. 59).


3.  Ensayo denominado “Ideas para presidir a la confección del curso de filosofía contemporánea”, leído en el Colegio de Humanidades de Montevideo en 1842.


4.  En términos de Hernández (2009), se entiende el lugar fenomenológico como comprensión del mundo o cosmovisión en términos de relaciones entre las cosas y, lugar metafórico como reinterpretación de los significados donde confluyen y entran en conflicto los significados, la memoria, los imaginarios, los relatos, etc.


5.  La denominación Neo-Inca en Arquitectura es imprecisa al incluirse en las propuestas una serie de referencias a culturas regionales predecesoras; por lo cual sería más adecuado denominarla Neoprehispánica. Elio Martuccelli (2017) realiza la misma observación denominándolo estilo indigenista a similitud de los estilos evidenciados en la literatura y la pintura.


6.  Los positivistas en el siglo XIX preveían una visión tecnócrata intentando emular el progreso de los países desarrollados como salto hacia lo civilizado, desarraigando el mundo indígena, colonizándolo y enterrándolo en favor de un plagio de aquellas sociedades de primer mundo. El desarrollo y la exposición de una identidad latinoamericana genera reacciones al positivismo. José Martí, Enrique Rodó y José Vasconcelos, entre otros, fomentarán una nueva actitud denominada conciencia nacional.


7.  Luis Miró Quesada sería el gestor e impulsor de la “Agrupación Espacio” que se constituiría desde 1947 con reconocidos arquitectos, artistas e intelectuales peruanos fomentando el giro hacia la modernidad, el racionalismo y el positivismo.


8.  El Proyecto Experimental de Vivienda (PREVI), planteaba como concurso, la exploración de la racionalización, la modulación, el crecimiento progresivo, la flexibilidad y la función. Apunta a una vivienda de baja altura y alta densidad, capaz de alojar de cuatro a seis personas en una primera etapa, y de ocho a diez personas en una segunda dentro de un plan general de barrio. Se presentaron 28 propuestas peruanas y se invitaron a participar a 13 oficinas extranjeras destacando entre ellas las presentadas por: Fumihiko Maki, Aldo Van Eyck, Christopher Alexander y James Stirling. Extraído de http://cammp.ulima.edu.pe/autores/previ/


9.  Sobre el término Chicha se señala: “en el Perú se hace recurrente en los años ochenta para designar la fusión musical realizada por la población migrante en Lima entre el huayno del ande, el rock de la capital y la cumbia colombiana escuchada en la costa norte que en sus inicios seria resistida y marginada por parte de la sociedad limeña. […] Como término fue autodenominado por Los Shapis referenciando un brebaje ancestral que permita diferenciarse de la cumbia colombiana. En la década de los noventa, lo chicha superó la designación musical (ya difundida por Latinoamérica) para representar las costumbres artísticas y culturales de los propios migrantes, ampliándose a la vida cotidiana, la informalidad y el mal gusto” (Castañeda Silva, 2020, p. 7).


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Castañeda Silva, C. (mayo-octubre 2022). Arquitectura e identidad cultural en el Perú. El universo simbólico en el encuentro de lo auténtico y lo apropiado durante el siglo XX. [En línea]. AREA, 28(2). Recuperado de https://www.area.fadu.uba.ar/area-2802/castaneda-silva2802/

Arquitecto y Magíster en Arquitectura, Historia, Teoría y Crítica por la Universidad Nacional de Ingeniería. Estudios actuales de doctorado en Filosofía por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Premios y reconocimientos en concursos de arquitectura en el Perú. Publicaciones en revistas de ciencia, arte y arquitectura a nivel latinoamericano. Proyectista principal de CC Arquitectura. Estudios de posgrado sobre fenomenología, simbología y diseño.