Diseño y complejidad. La expansión del campo del diseño


MARIANA PITTALUGA
Universidad Nacional de La Plata



Resumen

Si el diseño tal y como lo conocemos hoy es hijo de la modernidad, el debate modernidad-posmodernidad ¿ha influido en los discursos de esta disciplina? ¿Se reconfigura y expande su campo? ¿Esta expansión es contenida por los preceptos modernos o podríamos pensarla a la luz de nuevas teorías más abarcativas como la de la complejidad? Estos son algunos de los interrogantes que motivan la reflexión que intentaremos hacer al respecto

Palabras clave
Diseño, Complejidad, Campo, Modernidad, Posmodernidad


Introducción: sobre el discurso de la práctica del diseño

Referirnos a discursos sobre la práctica del diseño implica una serie de presupuestos teóricos de los cuales daremos cuenta. Hablamos de discursos en el sentido que le dio Michel Foucault (2008) y que retoma Verónica Devalle (2009b): circunscriptos a ciertas tensiones que se dan en el plano filosófico y sociológico, que a su vez los determinan y provocan sus fluctuaciones. El discurso es así la articulación de un sistema de creencias que conforma el saber, a partir de él se construye la realidad. Por eso, Devalle niega la existencia de significación de un objeto, una acción o una práctica social más allá de su discurso. Tomando estas ideas, proponemos como objeto de análisis los discursos sobre la práctica del diseño.

Al utilizar el plural discursos, reponemos la concepción poshistórica pluralista foucaultiana, que reniega de una historia simplificante, conformada bajo una voz hegemónica. Si bien, como expresa Devalle, se ha naturalizado un discurso moderno, trabajamos sobre la hipótesis de que existen múltiples discursos acerca de él, de los cuales el moderno es uno. Sin embargo, se ha erigido como el discurso del diseño por antonomasia y opaca a otros discursos cuyas voces surgen a partir de la crisis de la modernidad.

Nuestro marco de análisis no tiene lugar para la pregunta: ¿qué es el diseño? Hablar de su práctica implica una perspectiva que no está preocupada por la taxonomía ni la definición, sino que percibe el diseño inscripto en las tramas culturales, por lo tanto ve su configuración sujeta a los cambios sociales y culturales. Nos inclinamos por una concepción que antes que limitarse a la mera respuesta técnica,[1] hace hincapié en la incidencia cultural que el diseño tiene como práctica. A esto se refiere Raymond Williams con “práctica cultural significante” (1994), que según Devalle, además de estar inscripta en la cultura, “afirma, modifica, transgrede o confirma la significación de determinadas prácticas sociales” (2009b: 64).

Establecemos así una diferencia fundamental con la historización que entiende al diseño a partir de su preocupación por la producción, y proponemos un abordaje que permite pensar más allá de categorías, objetos y periodizaciones. Tampoco entendemos al diseño como una actividad, sino como un campo. Esta noción de Pierre Bourdieu (2005), lejos de reducirse a la consideración del contexto de una práctica, se refiere a una lucha entre actores por un capital común, que deviene en un proceso de legitimación. El diseño entendido en términos de campo permite pensar su constitución y eventualmente sus transformaciones a partir de la interacción que se da entre sus actores y su posicionamiento en la lucha de poder, que determinará el discurso dominante del diseño.

Es decir que el campo del diseño es un espacio complejo, compuesto no solo por diseñadores, sino también por instituciones académicas, organismos públicos, editores, investigadores, empresas y consumidores, entre otros. Por lo tanto, no observamos el objeto diseñado o el acto aislado de diseñar, sino la serie de articulaciones que se dan bajo su esfera, sus imbricaciones sociales, culturales y sobre todo la definición que le otorga la concepción epistemológica. Desde allí nos proponemos dar cuenta de aquellas tensiones filosóficas a las que se circunscriben, que según Abraham (2001) no son discusiones, sino la dinámica propia de un pensamiento que se dirige hacia afuera a la vez que ese afuera lo determina.

El debate más significativo en la conformación del discurso del diseño, y por extensión de su práctica, es el de modernidad-posmodernidad. Pensar que esta tensión puede ser determinante solo es posible en la medida en que aceptemos que el diseño tiene un origen moderno. A fin de delimitar nuestro marco teórico, el debate propuesto estará dado a partir de la tensión entre el pensamiento de Jürgen Habermas y el de Jean-François Lyotard.

Modernidad, en términos de Marshall Berman (2001), abarca los procesos de modernización y los modernismos en relación dialéctica. La modernidad como tal es una construcción cultural, un conjunto de experiencias que inciden sobre la percepción del tiempo y del espacio, de uno mismo y de los demás. Según él, dentro de la propia modernidad pueden suscitarse tensiones y hasta antagonismos entre procesos de modernización y modernismos. Esto es interesante porque habilita pensar en un mundo en constante cambio, por lo que no sería posible una forma de modernidad definitiva.

Para Berman, la fragmentación que surge con la expansión del público moderno significa una pérdida del contacto con las raíces de la propia modernidad. Si bien él no se encuentra dentro de lo que Alan Touraine (1994) define como “la comprensión clásica de la modernidad”, su afirmación implica un evidente posicionamiento en favor de los presupuestos modernos y en detrimento de la postura posmoderna. Al afirmar que la modernidad se constituye a través de luchas entre procesos de modernización y modernismos, Berman instaura una visión particular, en la que la crítica es un factor de retroalimentación. Esta crítica incluye a la materialización de la modernidad llevada a cabo desde el diseño, que resulta por tanto insoslayable y que veremos en detalle en nuestro análisis.

Retomando los ejes teóricos, recurrimos a Habermas (1993; 2008) en función de que su pensamiento ha inspirado y servido como base teórica para la elaboración más moderna de la teoría del diseño, principalmente en Tomás Maldonado (1989). La modernidad que postula Habermas como un proyecto incompleto no es la misma que la concepción clásica que pregona una imagen racionalista del mundo. La idea de Habermas es producto de lo que queda en pie luego de las críticas propugnadas por Adorno y Horkheimer (2001), especialmente a la razón instrumental de la modernidad.

Habermas separa la razón en tres esferas autónomas: ciencia, moralidad y arte. Estas esferas específicas fueron las que propiciaron la secularización del saber, reemplazaron las visiones unificadas de la religión y la metafísica, y posibilitaron así la institucionalización del discurso científico, de las teorías morales, de la jurisprudencia y de la producción y crítica del arte. Habermas, siempre según Weber, entiende que la formulación de los filósofos de la Ilustración del siglo XVIII se basaba en que el desarrollo de cada una de estas esferas conduciría al enriquecimiento de la vida cotidiana, una idea regida por la creencia en el poder de la ciencia y el progreso (2008).

Testigo de guerras mundiales y totalitarismos, Habermas afirma que el siglo XX ha comprobado lo ilusorio de este optimismo, pero entre aferrarse a las intenciones iluministas o abandonarlas opta por el primer camino. No obstante, reconoce que luego de esta desilusión del devenir histórico ya no es posible recurrir a los grandes relatos de la razón y el progreso, por lo que traslada los ideales ilustrados de autonomía individual, libertad y justicia, a lo que denomina las prácticas comunicativas, es decir al diálogo que entablan los sujetos. Sostiene entonces que es posible recuperar las intenciones del Iluminismo, si se comprende que las acciones solo pueden realizarse por la creación de prácticas comunicativas libres de presiones, a partir de la conjugación de los elementos cognitivos (ciencia), morales y prácticos (moralidad) y estético-expresivos (arte). Hacer dialogar a las esferas de la Ilustración.En definitiva, como bien expresa Hal Foster (2008), Habermas plantea los problemas de una cultura heredera de la Ilustración de una forma que define una modernidad progresista y una posmodernidad reaccionaria, representada por el neo-conservadurismo, una vanguardia opuesta al proyecto moderno que, sin embargo, no deja de hacer una apropiación crítica del proyecto moderno.

¿Dónde puede residir la legitimación después de los meta-relatos? El criterio de operatividad es tecnológico, no es pertinente para juzgar lo verdadero y lo justo. ¿El consenso obtenido por discusión, como piensa Habermas? Violenta la heterogeneidad de los juegos del lenguaje. Y la invención siempre se hace en el disentimiento.
El saber posmoderno no es solamente el instrumento de los poderes. Hace más útil nuestra sensibilidad ante las diferencias y fortalece nuestra capacidad de soportar lo inconmensurable (Lyotard 1993: 4-5).

Se puede inferir que, en principio, hay una renuncia a la conformación de la historia a través de imperativos hegemónicos y totalizantes. En este sentido, Lyotard concluye que el proyecto inacabado de Habermas en realidad se encuentra liquidado, destruido trágicamente en Auschwitz. Por otro lado, esta abdicación supone lo que ya había establecido Foucault (2008) como la emergencia de los pequeños relatos, idea en la que subyace una comprensión caleidoscópica e incluso fragmentaria de la historia. Este punto central de las ideas posmodernas, asociado a la noción de complejidad, que luego veremos en Edgard Morin, es de particular interés en la delimitación teórica de nuestro análisis.

En la definición de posmodernidad de Lyotard que sigue, podríamos perfectamente reemplazar la palabra artista por diseñador:

Un artista, un escritor posmoderno, están en la situación de un filósofo: el texto que escriben, la obra que llevan a cabo, en principio, no están gobernados por reglas ya establecidas, y no pueden ser juzgados por medio de un juicio determinante, por la aplicación a este texto, a esa obra, de categorías conocidas. Estas reglas y estas categorías son lo que la obra o el texto investigan. El artista y el escritor trabajan sin reglas y para establecer las reglas de aquello que habrá sido hecho (Lyotard 1994: 25).

Bajo los metarrelatos del pensamiento moderno fueron fundadas las bases del diseño, así se consagró como un campo autónomo dentro de las prácticas culturales, con un habitus y capital simbólico compartidos. Esta autonomía se debe en gran parte a su componente diferencial: lo proyectual (Maldonado 1993), un saber instrumental racional que se define como la especificidad del diseño. Por el carácter racional que Maldonado le asigna a lo proyectual, si desde una perspectiva moderna lo proyectual es esencial a la práctica del diseño, y la racionalidad en que se sustenta es lo que la filosofía de la posmodernidad pone en crisis, cabría esperar que estas tensiones provoquen transformaciones en lo que respecta a la práctica del diseño y a sus discursos.

En algunas indagaciones actuales sobre la práctica del diseño, las preguntas no giran en torno a la disciplina ni a su producto como objeto de estudio, sino que se centran en la operatoria del diseño para resolver problemáticas dentro de un contexto complejo (Morin 1997). La pregunta pasa a ser entonces cómo opera el diseño en y para una determinada situación. Este cambio de eje en las indagaciones de la primera década del siglo XXI solo es factible dentro de un marco filosófico que trasciende los preceptos de la modernidad, sobre todo el énfasis en la razón como dominio hegemónico y de pretensión totalizante.

Si efectivamente hay influencia del pensamiento posmoderno en el discurso del diseño, indefectiblemente el campo se reconfigura.

El discurso moderno del diseño

El debate, a partir de la pregunta por la forma que se dirimió durante el siglo XIX entre la postura en contra de la producción industrializada –representada por William Morris– y la posición pro-industrial, que permitía a través de la tipificación pensar en los objetos desde la primacía de la función –elaborada principalmente por Hermann Muthesius–, fue la antesala de la relación entre diseño y modernidad como la conocemos hoy, que tuvo su punto culminante en las escuelas de Bauhaus y de Ulm (hfg).

El surgimiento del diseño se debe a la búsqueda de un nuevo arte capaz de fusionarse con la industria. De allí que su emergencia responda a la disputa por la forma y no como consecuencia directa de una necesidad social en la era de la maquinización. En todo caso, lo que la postura moderna del diseño planteó fue el corrimiento hacia el escenario de la productividad industrial y la racionalización, inevitable teniendo en cuenta el contexto de entreguerras (Devalle 2009a). Por lo tanto, el debate por la forma da un giro hacia el par dialéctico forma/función, que articula la dimensión sociocultural y la político-económica.

El ornamento de las manifestaciones neovictorianas se convirtió entonces en objeto de crítica, no solo como lo que señalaba el mal gusto, sino, con mayor peso aún, desde perspectivas ético-morales. En 1907, Muthesius declara que el trabajo que exigen los objetos con ornamentación malgasta materia prima y mano de obra (Maldonado 1993). Un año más tarde Loos será aún más tajante al sentenciar que el ornamento es delito (Loos 1908).

La Escuela de Bauhaus, dirigida por Walter Gropius, se crea en 1919 en Alemania. Si bien dentro de su propia historia existen contradicciones en torno a la irracionalidad (representada por integrantes como Johannes Itten) y la racionalidad (que tendrá su mayor esplendor en Ludwig Mies van der Rohe), no caben dudas de sus contribuciones a la causa moderna. Tras su cierre en 1933, la mayoría de sus integrantes migró hacia Estados Unidos, donde emprendieron una nueva vertiente en la historia del diseño: el good design.

Mientras, en Alemania, un exalumno de la Bauhaus, Max Bill, desarrolló el concepto equivalente, gute form, fundado sobre la base de las formas válidas, aquellas vinculadas a la calidad y la función del objeto. En 1955, Max Bill, Inge Aicher-Scholl y Otl Aicher fundan la hfg en la ciudad de Ulm con la intención de continuar la tarea emprendida por la Bauhaus en términos estético-formales. La hfg define el diseño como un proceso racional, articulado por una serie de fases ordenadas en secuencia continua, que van desde la recolección de datos hasta la presentación final del proyecto (Pelta 2004).

Es fundamental el desarrollo teórico de la noción de proyecto que se gesta en Ulm y que desarrolla luego Maldonado porque implica un proceso racional orientado hacia un fin y posiciona al diseño desde su vínculo con la sociedad. El diseño cobra así una acepción específica, intrínseca a los preceptos modernos y vinculada con la utopía tecnológica progresista. Esto es posible por medio de su compromiso con la producción industrial, gracias a su institucionalización por parte de la Bauhaus y hfg, y a la construcción de un discurso histórico cimentado por autores como Nikolaus Pevsner (1972), que impulsan la idea de la Bauhaus como resolución al conflicto arte/industria.

Maldonado, director de la hfg entre 1964 y 1966, consolida la relación diseño-modernidad con su teoría proyectual, que destaca el componente racional del diseño sobre la arena del debate arte/técnica del siglo xx. A partir de esta teoría, diseñar es modificar las condiciones de vida (Maldonado 1993).

Resulta evidente entonces que el par diseño-modernidad no responde a un devenir natural, sino que se constituye a través de una tradición selectiva (Williams 1994), que cuenta la historia desde un discurso dominante –la tradición inventada a la que se refiere Hobsbawm (2002)–. En la construcción de la historia del diseño ha prevalecido la posición moderna representada por la Bauhaus y hfg y, si bien en algunos aspectos ha sido reinterpretada por autores como el propio Maldonado o Gui Bonsiepe, se ha consolidado como statu quo en los discursos teóricos y prácticos sobre el diseño.

El discurso moderno sobre la práctica del diseño

Inmerso en el proyecto moderno, conceptos como razón, método, eficacia, intervención y legitimación de la forma por función se convierten en los estandartes del diseño, promulgados en los discursos de sus representantes.

El pensamiento de Maldonado es fundamental para comprender el enfoque moderno y proyectual del diseño y está intrínsecamente relacionado con una sociedad moderna y de masas, cargada de problemas que en este contexto, según él, solo el diseño puede resolver. El diseño es para Maldonado una práctica diferenciada y se presenta como un saber definido por las reglas de la modernidad: racionalidad, planificación, funcionalidad. A partir de esta idea, una problemática específica se resuelve con un proceso racional y estratégico, que articula las esferas de lo estético, lo técnico y lo científico, y cuyo resultado se manifiesta materialmente. En pos de elaborar una teoría proyectual, Maldonado postula un diseño que proyecta la forma desde la coordinación, integración y articulación de todos los factores que participan en el proceso constitutivo del producto (Maldonado 1993). Esto presupone que el diseño es un fenómeno social, por lo tanto los objetos cambian porque están supeditados a los cambios en la sociedad. Así es como esta práctica mediará dialécticamente entre necesidades y objetos, entre producción y consumo. El proyecto moderno en el cual cree Maldonado es el delimitado por Habermas:

El proyecto Moderno, para decirlo en pocas palabras, no es otra cosa que el proyecto democrático, proyecto que parte de la convicción de que una sociedad democrática no solo es deseable sino también factible; que una sociedad democrática, asegurando a sus miembros el pleno ejercicio de la libertad y la justicia, así como la equidad en la distribución de la riqueza, puede abrir un proceso de emancipación respecto a los valores y a las creencias del pasado y contribuir a una transformación de la vida cotidiana de los hombres (Maldonado 2004: 61-62).

Bonsiepe, integrante de la hfg, adhiere a las ideas planteadas por Maldonado y sostiene el discurso proyectual inmerso en el esquema moderno como núcleo de su trabajo. Según él, la modernidad se realiza en el acto proyectual. Queda clara la fuerte influencia del racionalismo cuando Bonsiepe plantea la racionalidad proyectual como metodología de planificación sistémica previa a la producción del diseño. Con el surgimiento de las nuevas tecnologías, Bonsiepe redefine el diseño como una interfase (Bonsiepe 1999), es decir como un nexo de interacción entre el usuario y el producto, y de esta forma da un giro a las definiciones tradicionales. Sin embargo no renuncia a una metodología racional para la resolución de problemas de diseño y describe una serie de técnicas para el análisis del problema proyectual (1975).

Metodología del diseño: impronta científica en el diseño

La idea de ciencia del diseño ya estaba presente en la escuela de Ulm, donde la aproximación a las problemáticas era mediante un proceso cuasi científico. Sin embargo, quienes han contribuido de manera insoslayable a la construcción de un discurso científico-metodológico del diseño son Christorpher Alexander, Horst Rittel, y Christopher Jones.

Alexander (1971) introduce la matemática,
la lógica y las ciencias exactas para establecer una metodología del diseño racional. Desestimando un abordaje intuitivo, propone un modo para representar los problemas de diseño que facilite visualizarlos y arribar a una resolución concreta. Se trata, en última instancia, de una descomposición cartesiana de los problemas.

Por su parte, el matemático Rittel formula un modelo de aproximación a los problemas del diseño a partir de dos fases: la definición y la solución. Rittel[2] (1972) afirma que la mayoría de los problemas de diseño son wicked problems, que se caracterizan por no tener una solución única y definitiva, por lo que propone dividir el proceso proyectual en distintas instancias. Esto fue retomado por Gugelot y en la misma línea trabajan Asimov en el libro Introducción al proyecto (1970) y Archer en el artículo “Método sistemático para diseñadores” (1981).

El texto de Jones Métodos de diseño (1976) comprende el diseño como proceso racional y plantea la problemática de establecer un método transferible, de pretensión universal. Jones aspira a una descripción programática del proceso de diseñar, cuyo carácter objetivo se encuentra por sobre las particularidades de la praxis individual. Podríamos decir que existe en Jones una voluntad democratizadora del diseño al hacer comunicable el proceso para su transferencia y socialización. Como lo expresa Bernhard E. Bürdek (2002), a través del discurso metodológico se impartió el pensamiento lógico y sistemático, y se hizo del diseño una disciplina enseñable.

Autocrítica moderna

Aicher elabora un discurso sobre la práctica del diseño anclado en la perspectiva moderna. No obstante, en algunos de los artículos compilados en El mundo como proyecto (1994), admite que existe una crisis impulsada por el mercantilismo, que cambia el foco metodológico y argumentativo por el estético. Es la posición crítica natural frente al posmodernismo por parte de alguien cuyo criterio de validación para el diseño es la funcionalidad. Sin embargo, es un humanista desencantado por las consecuencias totalizantes del proyecto moderno y, cuando se refiere a la razón, sostiene que en una verdadera cultura de proyecto debe darse lugar a una razón individual, subjetiva, y a la intuición.

El proyecto no se defiende en términos de verdad, sino a través de la verificación, afirma Aicher anclado en ideas popperianas. Al mismo tiempo reconoce que la pura razón de pretensión universal limita las posibilidades proyectuales, idea que inevitablemente recuerda a la crítica de la racionalización por parte de Morin. También critica el carácter cosmético que ha adquirido el diseño, porque olvida el proyecto y se convierte en la salida evasiva de un proceso destructivo, pero sentencia que “el mundo se hace más bello y agradable cuanto más nos acercamos a su ruina” (Aicher 1994: 182). Deja como legado una noción utópica de proyecto, capaz de zanjar la brecha entre el pensar y el hacer, y de potenciar plenamente las capacidades humanas:

Proyectar es generar mundo […]. En el proyecto, el hombre se hace cargo de su propia evolución. La evolución del hombre no es una evolución natural, sino autodespliegue, ciertamente no al margen de las condiciones naturales pero sí rebasando la naturaleza. En el proyecto el hombre llega a ser lo que es (Aicher 1994: 180).

En el prefacio de la edición inglesa de su libro Todo lo sólido se desvanece en el aire que no fue incluido en la versión española, Berman critica el diseño moderno de la ciudad de Brasilia, se ven las grietas por donde se introdujo la visión posmoderna al Movimiento Moderno y por extensión a los discursos sobre la práctica del diseño. La Brasilia de Niemeyer podría considerarse el lugar donde este movimiento es llevado a su máxima expresión, sin embargo el mismo Berman reconoce que “es una de las ciudades más deprimentes del mundo” (Berman 2005).

Para él, la conformación de la ciudad atenta contra la democracia en lugar de fomentarla, al materializar inmensos espacios vacíos y omitir espacios públicos que reúnan a la gente. Si bien ha sido fuertemente confrontado por el propio Niemeyer, Berman deja en claro que con con esta crítica no reniega de la postura moderna, sino que por el contrario pone de manifiesto la capacidad autocrítica y de autorrenovación de este pensamiento, frente a quienes sostienen que el horizonte de la modernidad se encuentra cerrado.

El debate modernidad-posmodernidad

Hablamos de posmodernidad en los términos que propone Lyotard en La condición posmoderna (1993), también presentes en textos de Andreas Huyssen (2006), Gianni Vattimo (2000), Hal Foster (2008) y Fredric Jameson (2008), entre otros, lo que evidencia la calidad no unidimensional de los discursos sobre la posmodernidad. A diferencia de la era moderna, que nació con el establecimiento de la subjetividad en el discurso, la posmoderna se caracteriza por la competencia constante entre una multiplicidad de juegos del lenguaje sin que ninguno se postule como la forma legítima de dar cuenta de la realidad. De este modo, a partir de la deslegitimación de la racionalidad, Lyotard postula el fin de la Historia y revela que la razón solo ha sido una entre otras narrativas, un gran relato al cual renuncia.

A partir de esa renuncia, insta a la relevancia del carácter irreductible y pluralista de los discursos, así surge el interés por los fragmentos. Ya no se trata de un discurso racional y totalizante en singular, sino de una multiplicidad de discursos en plural. No hay más lugar para las ideas de consenso (Habermas), historia (Hegel) o progreso (Ilustración).

Para la posmodernidad, son bienvenidos el azar, el supuesto desorden de los procesos naturales y el principio de incertidumbre de Heisenberg, lo que supone una apertura hacia nuevos horizontes epistemológicos. Se establece entonces una scienza nuova, contrapuesta a los preceptos reduccionistas y simplificantes de la ciencia moderna y fundada casi a través de sus antónimos: diversidad, azar, cantidad, sujeto, holismo (Morin 1997).

Esta ciencia nueva es la que permite pensar la complejidad que, como expresa Morin, no se plantea solo en el ámbito de la ciencia, sino que atraviesa también el de la vida cotidiana. La teoría de la complejidad está fundada firmemente sobre la renuncia a los imperativos modernos y da un giro a los demonios de Laplace convirtiéndolos en la fortaleza de su paradigma.

La Bienal de Venecia de 1980 es uno de los momentos más fuertes en el debate modernidad-posmodernidad por la repercusión del cuestionamiento a los imperativos modernos, con Lyotard entre sus más importantes voceros. Frente a esto, Habermas defiende la modernidad que propuso un proyecto emancipatorio y de liberación de la humanidad respecto del pasado, la idea de proyecto inacabado, y contrapone esta idea a lo que llama modernismos estéticos, pero sentencia: “El modernismo es dominante pero está muerto” (Habermas 2008: 24).

Habermas relaciona la posmodernidad con la posición neoconservadora, una perspectiva que al escindir la modernización social del desarrollo cultural hace un análisis ingenuo de la modernidad. También reclama que la solución que plantea el neoconservadurismo para combatir las desviaciones hacia el consumo, el éxito y el ocio sea retomar un discurso religioso, desconociendo así las lógicas propias de la modernidad. Habermas advierte que detrás de este razonamiento, ciencia, moralidad y arte se entienden como estratos autónomos.

Lo que Habermas reclama a las artes y a la experiencia que estas procuran es, en suma, que sean capaces de tender un puente por encima del abismo que separa el discurso del conocimiento, del discurso de la ética y la política, franqueando así un pasaje hacia la unidad de la experiencia […]. La pregunta que yo planteo es la siguiente: ¿a qué tipo de unidad aspira Habermas? ¿El fin que prevé el proyecto moderno es acaso la constitución de una unidad sociocultural en el seno de la cual todos los elementos de la vida cotidiana y del pensamiento vendrían a encontrar su lugar como en un todo orgánico? ¿O es que el pasaje que se ha de franquear entre los juegos de lenguaje heterogéneos, el conocimiento, la ética, la política, es de un orden diferente de estos? Si es así, ¿cómo haría para realizar una síntesis efectiva? (Lyotard 1994: 13).

Lo posmoderno supone pluralidad, multiplicidad, contradicción, simultaneidad, en lugar de la adscripción moderna al progreso unilineal y a la univocidad. El momento posmoderno, en términos posthistóricos, congenia con las ideas de fragmento y fractura, así como con el compromiso con las minorías.

Este cambio de pensamiento hacia la fragmentación y el pluralismo –como producto de los aportes de Nietzsche y Wittgenstein sobre la destrucción de la unidad del lenguaje– ha repercutido de varias formas en las artes, la arquitectura y el diseño. Estos cambios fueron prefigurados por las vanguardias históricas y desarrollados en los discursos sobre la práctica del diseño, pero han sido cercenados por el discurso dominante de la modernidad.

Otro eje teórico que nos ayudará a dar cuenta de la configuración actual de la sociedad es el que plantea Zygmunt Bauman (2007), quien describe una sociedad en un período de cambio que fluye entre la incertidumbre y la contradicción, donde ni siquiera la noción de tiempo y espacio subsisten. Poco queda según él de la sociedad moderna bien definida, de estructuras de concreto y grandes relatos colectivos. Al entender el diseño como un actor cultural que resulta de la propia cultura, esta visión nos resulta fundamental. Si la coyuntura cambia, cambia el diseño.

Partiendo de la idea de fragmentación como consecuencia directa de abandonar los grandes imperativos es que llegamos a la noción de complejidad de Morin, aunque él no esté enmarcado dentro del pensamiento posmoderno en los términos que propone Lyotard. Aun así, su crítica al método científico racional supone una crítica a la razón moderna. Sospecha de la gran promesa de la ciencia hacia un bienestar futuro y finalmente la descarta, sin embargo no tiene una visión apocalíptica, propone un nuevo comienzo, que para él será el de la perspectiva compleja.

Morin dice que la complejidad es una palabra problema y no una palabra solución. Aborda así la diferencia entre el pensamiento complejo y el que denomina simplificante. Rechaza el reduccionismo y la visión unidimensional de la ciencia, que según él son el principal problema del modo de conocimiento racional: la creencia ciega en un corte arbitrario sobre lo real olvidando lo real mismo. En contraposición a esto, el pensamiento complejo, propuesto por Morin, se articula entre la aspiración de un saber no reduccionista y el reconocimiento de lo incompleto de todo conocimiento. Es decir, apela a un conocimiento multidimensional. La complejidad es aquello que dialoga entre el orden y el desorden, hay en ella un componente de incertidumbre, en el sentido que le dio Heisenberg al término. Morin reconoce que la simplificación es necesaria, siempre y cuando sea una reducción consciente y no una sentencia de verdad. El pensamiento complejo se propone como una transdisciplina porque se escapa del campo de las disciplinas para atravesarlo. A diferencia del paradigma de la simplificación, que funciona de acuerdo a las operaciones lógicas de disyunción y reducción, el paradigma de la complejidad se rige por la distinción, conjunción e implicación. Esta conceptualización de la complejidad permite abordar la cuestión posmoderna desde una perspectiva que aún ha sido poco transitada en referencia al diseño.

El diseño, un campo en expansión

Luego de este recorrido, sería ingenuo pretender caracterizar taxativamente a los distintos discursos sobre la práctica del diseño como modernos o posmodernos. Entendemos que la cultura del diseño, como todo proceso cultural, comprende una simultaneidad de rasgos que, según la descripción de Williams, pueden ser residuales, dominantes o emergentes.

Según advertimos en las lecturas convocadas para este trabajo, hay un eje común que atraviesa las distintas posturas teóricas y que podríamos entender como punto de inflexión entre el pensamiento moderno del diseño y otro más cercano a lo que Lyotard, Vattimo, Huyssen, Jameson y Foster, entre otros, denominan posmoderno. Es la idea de que el diseño ya no tiene que ver con la materialización, bisagra que no solo amplía sus posibilidades, sino que cambia radicalmente la manera de pensarlo.

La idea planteada por Rosalind Krauss sobre la expansión del campo de la escultura bien puede aplicarse al estado actual del diseño. Dice:

dentro de la situación del posmodernismo, la práctica no se define en relación con un medio dado –escultura– sino más bien en relación con las operaciones lógicas en una serie de términos culturales, para los cuales cualquier medio –fotografía, libros, líneas en las paredes, espejos o la misma escultura– puede utilizarse (Krauss 1985: 72).

De la misma manera, el diseño no se define por su medio –los objetos diseñados– sino por su capacidad de pensarlos. Aquí reside la liberación de la materialización a la que nos referíamos. Con diferentes matices, esta perspectiva se encuentra presente en varios autores. Abraham Moles (1989) sostiene que la actividad misma del diseño está cambiando porque las herramientas del diseñador se están volviendo inmateriales. Harold G. Nelson y Erik Stolterman (2003) conciben el diseño como un modo de abordaje insertado en el marco de la complejidad, diseñamos tanto nuestras cosmologías, hogares, negocios y vidas como artefactos materiales.

Richard Buchanan (1989) interpreta el diseño desde lo discursivo: “el diseñador, en vez de simplemente hacer un objeto o cosa, está en realidad creando un argumento persuasivo”. A partir de esta formulación, Kees Dorst (2006) incorpora el concepto de paradoja: “surge una forma alternativa para describir al diseño como la resolución de paradojas entre discursos en una situación de diseño”.

John Thackara tiene una perspectiva ética anclada en la noción de sustentabilidad:

En un mundo de menos cosas y más personas, vamos a seguir necesitando, sin embargo, sistemas, plataformas y servicios que le permitan a la gente interactuar más eficiente y placenteramente. Estas plataformas e infraestructuras van a requerir un poco de tecnología y mucho diseño (2005: 48).

Guy Julier hace énfasis en la cultura del diseño: “como afirman Lash y Urry: ‘Lo que se producen cada vez más no son objetos materiales, sino signos’” (2010: 65).

Al desplazar la materialidad como eje vertebral del diseño se abren nuevos horizontes para su práctica, de aquí la idea de campo expandido. Si bien es cierto que una idea del diseño considerado a partir de su carácter transformador y de intervención cultural ya estaba presente en defensores del proyecto moderno como Aicher, esta idea se desarrolla siempre a partir de la materialización de elementos concretos que intervienen en la cultura. Los autores que recorren líneas de pensamiento más afines a la posmodernidad, en cambio, asignan al diseño el carácter de sistema de pensamiento por ser constitutivo de la cultura desde un abordaje complejo independiente de la construcción de objetos.

Reconocidos diseñadores como Bill Moggridge, David Kelley, John Maeda y Bruce Mau, entre otros, operan hoy más allá de lo que el movimiento moderno definió como diseño. Es innegable que conceptos como diseño de experiencias serían impensables en un marco estrictamente moderno del discurso del diseño. Determinar si estos nuevos discursos dan cuenta de una expansión del campo, tal y como hemos desarrollado hasta aquí, o si son indicio de una transformación mucho más profunda y constitutiva, capaz de poner en cuestión la noción misma de diseño, es una de las preguntas que quedan planteadas ■



REFERENCIAS

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Notas

1. Nos referimos a autores como Jorge Frascara, Raúl Belluccia y Norberto Chaves. (Volver)

2. Horst Rittel, interesado por la planificación de soluciones a problemas en el campo del urbanismo, advierte que los métodos lineales y tradicionales para la resolución de estos problemas es inadecuada por tanto desarrolla en 1972 la noción de Wicked problems en su libro On the Planning Crisis: Systems Analysis of the “First and Second Generations”, donde traza una división entre problemas simples y complejos, poniendo su interés en estos últimos. Su planteo describe a estos wicked problems (problemas complejos) bajo una serie de características que los definen como únicos, comprendidos solo en el proceso de resolución, siendo las soluciones tan complejas como el problema. Es importante destacar que el pensamiento de Rittel, especialmente en este punto, es central en las diferentes producciones teóricas del pensamiento post-moderno del diseño. (Volver)